A Dados siempre le pasaba lo mismo. Siempre se le pasaban las patatas fritas. A veces, ni ese delicioso manjar amigo íntimo de las patatas, el ketchup, podía eliminar ese amargor que se agarra al paladar cuando no quieres renunciar a comer algo que está, definitivamente, quemado.
A Dados siempre le pasaba lo mismo, pero ese día pensaba que iba a ser diferente. Su vida transcurría entre el cuidado de su figura, la disciplina y la música. Nunca había tenido tiempo ni lugar para otras cosas, esas otras cosas que la gente corriente que habita a nuestro alrededor hace cuando le apetece. Ella hacía tanto tiempo que no las experimentaba que había olvidado realmente por qué las necesitaba. Había olvidado qué cambia en la vida de una persona cuando cubre sus necesidades, sean las que sean. Estén aceptadas por la sociedad o no, estén prescritas por el médico o no, vayan en contra de la política familiar o no. Y esto mismo le pasaba cuando, cada semana, intentaba darse el capricho de comer patatas fritas. Porque ese ritual de poner la freidora, calentar el aceite y freír las patatas hasta el punto justo de hacerlas perfectas y crujientes formaba parte de esas otras cosas que no tenían prioridad en su vida. Pues bien, a Dados ese día se le quemaron las patatas, una vez más. Pero ella se había levantado diferente, y algo le hizo salir a la calle en busca de sus patatas.
Fue salir a la calle y notar el viento en la cara. Era fuerte y fresco ese día, pero a ella no le importó. Había olvidado su bufanda de seda, la que le regaló su profesora de ballet para que nunca se resfriara, ya que la seda es “uno de los materiales que mejor mantiene el calor”. La salud es importante para todos, pero para una bailarina, para una compañía de ballet de ese nivel, era algo con lo que no se podía jugar. Y por eso, lo que comía, cómo vestía, el ejercicio que hacía, cómo lo hacía… todo contaba para Dados. No podía despistarse. Y en estos pensamientos estaba cuando, de repente, se topó con un hombre en la esquina. No lo había visto nunca y casi se tropezaron, pero él no se lo reprochó. Apenas balbuceó algo que la chiquilla no entendió muy bien. Y justo cuando se disponía a girarse para continuar su camino a ninguna parte, encontró lo que andaba buscando: este hombre era un mendigo que, al parecer, siempre pedía en la esquina de su calle y hoy, precisamente, sostenía en sus manos una bolsa de patatas fritas de las “perfectas”. Ella quiso alejarse, pero sus pies apenas le obedecían porque no podía dejar de observar al indigente. Todo en él era a simple vista desastroso, su ropa usada, su gorra descolorida, su pelo entre canoso y polvoriento, sus manos… Ella se miró las manos y luego las de él, pero ni siquiera eso le dejó tan sin aliento como un descubrimiento. Ese señor, cuyo nombre, edad y vida desconocía, tenía una diferencia y una similitud con ella que superaba a todo lo demás que pudiera pensarse. Él estaba sonriendo tranquilo, con sus patatas, y le hizo recordar lo que ella sentía cuando era muy pequeña y estaba en clase de ballet y, aún cuando no había sonado el timbre y veía a su madre llegar para recogerla, ella se escapaba de la clase dejando atrás los gritos del profesor y corría. Corría para abrazarla. Ella sabía que esa falta de disciplina le costaría otra penalización de tantas, pero era algo que no podía esperar. Este hombre y su sonrisa tranquila le trajo este recuerdo y, con él, cierta envidia le recorrió el cuerpo porque él podía tenerla cada día y ella no. Después vio la similitud. ¡Él parecía tener la misma devoción que ella por las patatas fritas! Así que decidió acercarse y pedirle una. Dados nunca hablaba con desconocidos, pero hoy se había levantado diferente.
Así que de repente se vio sentada junto al mendigo Polilla (que así le llamaban en el barrio) en la esquina del supermercado, compartiendo con él un paquete de patatas fritas recién hechas. A Dados le fascinaba la mirada de Polilla ya que, detrás de su media sonrisa, asomaban las arrugas en sus ojos de la pesadumbre del que vive encerrado, y ella no lo entendía, porque a ella precisamente le parecía un hombre libre. Él no vocalizaba muy bien, pero le hablaba con cierta delicadeza, casi en susurros y con la naturalidad de un amigo:
-“…Todo el mundo me aconseja que deje de beber, pero yo digo que para qué. Bastaría que me dieran una buena razón para hacerlo ¡Pero nadie es capaz de decirme nada realmente atractivo! Si la gente no sabe decir qué es lo que le hace feliz, ¿por qué yo no puedo beber hasta ahogarme mientras busco mi respuesta? Pienso que no soy el único que está perdido, pero al menos yo encontré mi consuelo…”.
Estuvieron hasta el anochecer sentados en ese escalón y paseando por la plaza. Dados sintió frío y volvió a casa. Tenía un plan y se lo contó a su abuelo Albert:
– Abuelo, ¡ya sé mis propósitos para el nuevo año!
– ¿Si, cariño? ¿A que los adivino?- dijo sin mirarla todavía, mientras seguía pasando las páginas del periódico, ojeándolas a través de sus turbias lentes- Vas a perfeccionar tu técnica, vas a rechistar menos y vas a ir más a la residencia de ancianos de tu tía a bailarles para que se distraigan… ¿ A que he acertado?
– Casi, abuelo… – Dados ya sabía que le diría algo así- He decidido que no voy a perfeccionar mi técnica, sino que voy a dejar la compañía un tiempo. Voy a comer lo que quiera, aunque sean chucherías; jugar, saltar a la comba sin miedo a lesionarme, hacer deporte y salir con nuevos amigos, porque quiero descubrir todo aquello que me gusta hacer. Pienso rechistar lo que haga falta contigo para que mi opinión también cuente, aunque eso me convierta en una mala nieta. Y ayudaré a mi tía en lo que pueda, pero sólo si tengo ganas. ¡Si no, no lo haré! – Albert abandonó definitivamente el periódico, apoyó un poco más abajo las gafas sobre la nariz y, tras unos segundos eternos de silencio, miró a su nieta mientras algunas arruguillas de la risa se le formaron en el contorno de los ojos, y le dijo:
– Señorita, ¿esas son sus últimas palabras? ¿Asume usted las consecuencias de estos malos propósitos?
– Sí, señor- respondió ella con firmeza, tal como él le había enseñado para las decisiones importantes. Entonces, él le estrechó la mano a la joven y, con cierta mezcla de orgullo y preocupación contenidos, le dijo:
– Querida Dados, trato hecho…
– Entonces, ¿te parece buena idea? ¿Me vas a ayudar?
– No. Me parece una idea horrible– Volvió a coger el periódico y a colocarse las gafas- Yo te acompañaré en este viaje, mocosa, pero con una condición – La miró con la cabeza inclinada, por encima de las lentes recién puestas- No comeré chucherías.
Por Mawi Justo