Confidencias de un perverso Peter Pan
27/03/2020. Zenda. Enlace al artículo.
Por Pedro J. Plaza González.
La gente normal, último libro escrito por el mordaz Gabriel Noguera (1978), fue cuidadosamente publicado el pasado año por la editorial Maclein y Parker (2019) y se trata de la historia de un error de cálculo de la naturaleza, de la historia de un hondo fracaso vital. Esta novela es, en realidad, la crónica, en primerísima persona, sin tapujos, del descenso de un pobre individuo fracasado hasta sus más profundos infiernos personales, los cuales, en ocasiones, fingen vagas pretensiones o ensoñaciones de transformarse en paraíso sin resultado alguno.
El protagonista, por más señas, tiene treinta y cinco años; está casado con una mujer maravillosa, Laura, a la que no merecerá jamás y a la que no presta la atención que debiera; vive, cual parásito despreocupado, con sus suegros; quiere ser escritor, aunque su talento sea irrefutablemente nulo y nunca se haya esforzado de veras para lograr su presunto anhelo literario; sin embargo, alardeando entre los contornos de un medido juego narratológico de su intrínseca condición de don nadie, carece —al menos ante el atrevido lector— de nombre, lo cual resulta harto paradójico: una identidad desconocida para quien la lee y juzga desvela todo de sí. Pese a ello, compensa esta tara nominal con los múltiples papeles que de sí mismo interpreta e hiperboliza cuando se halla expuesto al mundo y con sus impactantes y poco correctas —desde el punto de vista político, claro— confesiones sexuales: desea, desesperadamente y sin remedio, acostarse con su cuñada adolescente, con su cuñada menor de edad, Alicia, idea en la que se insiste una y otra vez, al hilo de la conciencia del particular espécimen, en no pocos pasajes desde el principio mismo del texto en cuestión:
La gente normal no sueña con sodomizar a su cuñada de quince años. Pero yo, como es evidente para cualquiera, no soy normal. Me dan igual los veinte años que nos separan y que sea la hermana de mi mujer. De hecho, todo eso la hace más deseable aún, la convierte en el fruto prohibido (p. 11).
No contento el escritor con ello, el lector, en calidad forzada pero aceptada de voyeur de sus adentros, contemplará cómo una cabalgata de pensamientos obscenos desfila impúdicamente por sus páginas, yendo desde la fantasía impertinente de enjabonar la espalda a la muchacha durante la ducha hasta la osadía reprobable de masturbarse con un tanga de ella e, incluso, eyacular luego, para su goce mayor y para su leve arrepentimiento cuasi fingido, sobre él. Es, por ende, el deseo sexual salvaje, no solo con su joven cuñada, sino con cualquier mujer hermosa que pueda atisbar por las calles a lo largo de sus asiduos vagabundeos hacia el bar o por las redes sociales de distinto calibre —Instagram, Tinder—, falsas ventanas, apunta, a la intimidad de los seres humanos que no nos rodean, uno de los temas nucleares —y posiblemente más polémicos— de la novela que nos ocupa. En este sentido, resulta evidente que debemos aceptar, empero, a lo largo de la lectura de La gente normal, la siguiente premisa implícita, silenciosa: el lector es un ser morboso por naturaleza, y el escritor, en consecuencia y por extensión, también lo es; por este motivo, ambos disfrutan, en el fondo, tensando y burlando los límites de la decencia y de la moralidad en el noble ejercicio de la escritura para revelarse la íntima y deplorable esencia del hombre:
Imagino que te follo la boca mientras me miras a los ojos con cara de niña mala y tengo ganas de gritar cuando finalmente me corro y empapo de semen el tanga.
Yo tendría que estar escribiendo. Negro sobre blanco. Pero no: blanco sobre rosa.
Soy un hijo de puta.
Soy mala persona.
Soy absolutamente despreciable (p. 58).
Por otro lado, dejando ya el trasunto sexual aparte, se presenta el tránsito hacia la madurez —o, en cambio, el lastre de la inmadurez— como uno de los ejes vertebradores del relato, puesto que el infame protagonista tiene, todavía, ingenuos delirios de escritor que, a fin de cuentas, son un obstáculo y no le dejan sacar unas oposiciones dignas que le permitan tener un sueldo fijo cada mes en su cuenta de ahorros; no le dejan, en suma, crecer y realizarse como persona, si es que eso, en este caso, es meta plausible. Ante tal circunstancia, a su esposa no le queda otra que darle un bondadoso ultimátum de nueve meses para escribir una novela, empresa que, cómo no, desde el comienzo está abocada al desastre, dada la naturaleza inoperante del personaje, pero que, sin lugar a dudas, propicia y detona el delirante desarrollo de la historia, la cual Gabriel Noguera ha sabido presentar con una socarronería, una ironía y un sarcasmo a la altura de los literatos más burlescos y ácidos de nuestra literatura. De esta guisa pululan, diseminadas por el texto al igual que las migas de pan en el camino, diferentes definiciones de madurez, todas las cuales presumen de ocultar bastante enjundia. Plantea la voz confesional del narrador, ante la obligada visita a casa de su padre, por ejemplo, que la madurez —tildada de aburrida— no es otra cosa que verse forzado a hacer lo que uno no quiere:
Preferiría quedarme en casa haciendo como que escribo o ir al bar a emborracharme con los amigos, pero supongo que ser adulto consiste en hacer cosas que uno no quiere (p. 43).
La madurez es, asimismo, tal y como reflexiona durante un diálogo en torno a la fidelidad —fallida— uno de los amigos del protagonista, entregarse al conformismo:
Muy gracioso. No, me queda conformarme. Madurar es conformarse. Ser fiel también (p. 63).
De esta forma, en cierto momento el deseo sexual y la madurez confluyen, para sorpresa del lector, en sus cavilaciones internas, brotando, del cultivo de esta literatura que podría considerarse canalla y que, por ello, quizá no esté hecha para cualquier tipo de lector, para cualquier público, un pensamiento que, gracias a una suerte de pena o de compasión que nos provoca, puede parecer, incluso, francamente enternecedor e ingenuo en su empeño por negarse a crecer:
Mira, dicen que envejecer es perder la capacidad de maravillarse, pero yo me sigo entusiasmando cuando veo una chica hermosa como Alicia o Libertad. Por lo tanto, no soy ningún viejo (p. 76).
Se nos ofrece, en fin, desde mi punto de vista, La gente normal a la manera antigua en que se mostraba cualquier mercancía de estraperlo, ya que estas confidencias de un perverso Peter Pan anónimo, egocéntrico e inmaduro son esa clase de producto que, de hecho, muchos querríamos consumir libremente, sea por mera curiosidad, sea por puro morbo, y, sin embargo, nos vemos en la desagradable tesitura de tener que cruzar los dedos —sin que se note demasiado— para que otros muchos no se percaten de cuánto nos ha recreado y atrapado su lectura. Tal vez a nuestra sociedad también le quede, aún, un tanto por aprender y por madurar.