La lentitud del liberto – Maribel Andrés Llamero
18/09/18. El coloquio de los perros. Enlace al artículo.
Por Jesús Cárdenas
En nombre de la seguridad el capitalismo ha ejercido más poder sobre los individuos, tanto que se ha hecho con el completo control. El miedo ha sido nuestra arma de destrucción masiva. Miedo a la falta de posesiones y a la falta de tiempo. El individuo que ha luchado en mantener ambas se ha visto excluido. El hecho de que los días no se hayan visto incrementados con más horas ha provocado que la urgencia se haya impuesto en la producción sin dar tiempo a que los frutos maduren. Así, se ha acelerado el orden natural de las cosas, especialmente, el de los propios campos. Frente a este poder, al sujeto sólo le queda volver a lo que era primeramente, antes de que las grandes ciudades se convirtieran en territorio inhóspito. De esta tesis de resistencia nos habla Maribel Andrés Llamero en su debut.
En la entrevista publicada en el medio digital Palabra de Gatsby, la propia autora ha declarado que «Para mí, la poesía, escribirla pero también leerla, me ayuda a pensar, a comprender cosas que de otra manera no comprendo o no comprendo con la misma claridad», lo que, a priori, podría enmarcarla dentro de una línea de poesía de conocimiento. Sin embargo, esta lección de humanidad que es La lentitud del liberto ubicaría su poesía dentro un discurso más ético, del que concibe la poesía como medio de concienciación de la sociedad.
Al conjunto le preceden unas páginas de Antonio Colinas, donde se indica algunos de los valores que a su entender ofrece este libro. Y no va desencaminado: contiene «un lenguaje y un contenido nuevos». El contenido se configura en dos partes y, de acuerdo con Bertal Castany Prado, nos recuerda a la Utopía de Tomás Moro, pues en la primera parte describe la decadencia de nuestra sociedad moderna; y, en la segunda, propone abrazar una vida que responda al ritmo natural de las cosas.
Antes de mostrar las partes, llama poderosamente la atención la cantidad de citas en las que la autora salmantina se ha apoyado. Si reparamos en la página que antecede a la primera parte, son significativas las correspondientes a dos poetas de los cincuenta: Ángel González y Jaime Gil de Biedma —y en uno de los poemas José Ángel Valente—, y la del original poeta chileno Nicanor Parra, quien nos dejó a comienzos de este mismo año, junto con las citas de dos narradores, Mark Twain y Milan Kundera. Ellas nos evocan ambientes urbanos más rurales, sucesos y lugares particulares, presentados en un lenguaje directo.
Uno a uno, los diecisiete poemas que configuran la primera parte van cayendo sobre su propio peso, mostrando críticamente una realidad que ha devorado al individuo por la creencia en el sistema poscapitalista. En ‘La soledad de la carcoma’ nos sitúa ante lo que parece las ruinas de un templo, no para enaltecerlo, de hecho, se nos dice que ha sido abandonado («la humanidad huida»), sino, tal vez, como el principio de la decadencia, como leemos en ‘Manifiesto’ («lo sagrado ya no merecía / respeto») y se refiere a que los seculares no entendieron lo que «sucede en el mundo».
El sujeto se mueve dentro de un eje temporal para criticar la sociedad capitalista de consumo (y todos sus símbolos: aviones, televisores, anuncios, multinacionales, escaparates, cámaras, deseo de comprar y vender, pastilla contra la vejez) que fue invadiendo la ciudad astutamente. Se trata del «siglo de las naturalezas muertas». Es sombrío ese mundo, tanto que le lleva al título del famoso grabado de Goya El sueño de la razón produce monstruos —con otra cita, significativamente, de Ángel González—, que sólo le lleva a la producción mimética: «En la era industrial se fabricaban al por mayor / los rasgos de aquella temporada» y a las creaciones inertes. Habiendo picado del anzuelo publicitario, nuestro intento por parecer un Dorian («Fuimos disonantes sin remedio / entre tanta pastilla contra la vejez»), sólo deviene en frustración y en dolor (a creernos ganadores). Nos han mentido no somos perfectos ni somos máquinas.
Al contravenir el ritmo natural de las cosas viajando en avión, surgen los versos cáusticos de los poemas ‘Territorio y fragilidad’ (con el verso en letanía que reproduce de la megafonía, «Pasajeros en tránsito») y ‘Descrédito del vértigo’ («aborrezco la ligereza contra natura de los aviones / el mundo impaciente, líquido y veloz»), pues si los seres somos tiempo, formamos parte del tiempo, no deberíamos evitarlo como lo hace el desacerbado productivismo («para que madure el fruto / son necesarios la flor y la hoja»). El «no ser» ocupa en este «no lugar» su mirada extraviada o acelerada («sería mejor aceptar la vida, / y su natural vaivén y sus ciclos»). Su propuesta es contemplativa: «pararse» y «aguardar».
Hemos llegado a las señales evidentes de las ruinas de nuestro tiempo. Muchas veces se han leído críticas en contra del proyecto urbanístico del “Gran París”. Un territorio frente al ser, un espacio carente de medios naturales y espacios abiertos. La autora repasa el subsuelo parisino (y su metro) y reproduce el desalentador «París no existe». La Ciudad de la Luz representa en sus calles la miseria al abandonar al individuo, al que ha abandonado el sistema, a dejarlos solos (como aparece en el poema ‘Extensión de la carestía’). El ser ha sido engullido, debido a la alienación que ejerce el sistema. El resultado no puede ser más pesimista: tendremos generaciones posteriores («esterilizados, de sonrisa aséptica, alérgicos todos») sin conciencia crítica («un grandísimo mercado para rebaños»; «un maniquí más»).
Antes de concluir con la primera parte, se ubica el poema de cien versos de gran aliento lírico ‘Qué mal hicimos’, con versos rotundos que vienen a sacudirnos, pues se critica que nos hayamos descargado de toda culpa cuando nos consagramos a «la Gran Empresa», que genera la desigualdad, levantando una ciudad «de hormigón armado», antinatural, en todo caso; la solución es liberarse de todo ese proceso degradante.
La salida o solución al grito de la primera parte viene dada en la segunda. Una sección organizada como una sucesión de cinco cuadros. En el primero se encuentra las claves para comprender el resto bajo el complemento de una nueva cita de Parra. Tras el desastre y la desolación, los que no saben de religión ni de jardines, sino de bosques o medios naturales salvajes, allí se encuentran los «cimarrones» o «libertos», los seres que no han sido absorbidos por el sistema, seres que carecen del miedo, liberados del conocimiento inútil; saben mirarse y amarse («no conocen, pueblo salvaje, más gloria / que la caridad de otro cuerpo desnudo, / así / se hacen humanos») y, en distintas analogías, son igualados a un árbol o una planta, porque su ritmo natural no ha sido desviado. Todo ese desvío se solventa con un abrazo; eso sí, verdaderamente sagrado.
Más allá de esta información, entre líneas, el lector podrá descubrir el sustrato cultural y filosófico (Moro, Rimbaud, Pessoa, Max, Jean Baudrillard, entre otros). Posee unas connotaciones religiosas antagónicas, pues la religión y sus símbolos de poder condenaron al ser, recluido en el sacrificio frente al placer y la libertad de ser.
En definitiva, La lentiud del liberto es un libro valiente, con una palabra arriesgada, con un lenguaje directo, afilado y mordaz; reflexivo y liberador para el que lo lee. Su autora, Maribel Andrés Llamero, escribe sobre algunos de los problemas más trascendentes que nos asolan, por mucho que a veces no queramos verlo.