Retablo del lobo que sangra
14/07/18. Nayagua. Enlace al artículo.
Por Miguel Ángel García Argüez
La obra poética de Pedro del Pozo (Sevilla, 1971) crece de manera pausada pero inexorablemente sólida, construyendo libro a libro una propuesta personalísima en la que multitud de voces aparentemente diversas terminan confluyendo en voz única y cada vez más reconocible, sin que por ello se plantee menoscabo alguno en su capacidad para sorprender al lector, a la lectora, tanto por su levedad como por su extrañeza y su hondura y, sobre todo, por la inquietante dificultad en hallar los referentes más inmediatos para un autor y una poética tan singulares. Estamos ante un poeta anómalo, de distintivas maneras y espaciadas publicaciones, y de una escritura que, como su lectura, precisa de tiempos sosegados y digestión reflexiva. Desde Todas las puertas abiertas (Libros de la Herida, 2005) –una ópera prima que a su vez era una retrospectiva que seleccionaba textos de su entonces copiosa obra inédita, ¡ahí queda eso!– hasta el portentosamente redondo Distancias. Poemas de los océanos zigzagueantes (Baile del Sol, 2010) han tenido que pasar ocho años para que Del Pozo entregue libro nuevo a las imprentas. En esta ocasión ha sido la editorial sevillana Maclein y Parker la que ha otorgado con apropiado gusto impresor carta de naturaleza material a este libro que hoy comentamos y que tiene el sugerente e inquietante título de De cómo sangra el lobo. En estos poemas, Del Pozo nos sumerge de nuevo en una escritura pausada y de maduración lenta que hoy les queremos compartir. Elaborado en forma de tríptico, el poemario se abre para mostrarnos un retablo perfectamente estructurado, a pesar lo que parezca anunciarnos el título de la primera parte («Sin firmes estructuras»). Es de esta manera, pues, como el libro arranca con un grupo de poemas que parece plantearnos un sagaz emocionario, un catálogo de emociones en el que la reflexión poética en torno a lo que sentimos no está solo presente en los títulos de algunos poemas («Lo que la sensatez dice al recibir la caricia del miedo» o «Lo que el amor dice al cerrar los ojos tras ser atacado») sino que reluce con enorme brío en afiladísimos versos que trazan un trabajo de bisturí semántico sorprendente («La alegría como abrazo de campanas», «el sexo como sangre que hierve sin prisa» o «el desánimo es una rata aburrida / que como un perro con hambre / roe los huesos cuando pareces muerto»). Algunos poemas –imposible no citarlos aquí– lucen los hondos destellos aforísticos solo propios de los poetas consumados: «Es el corazón / un animal de grandes alas / en un pasillo estrecho». Pero es la segunda parte del libro, «Los márgenes del laberinto (Poemas del bosque)», a nuestro entender, el panel central del retablo: aquí está la voz en la que Del Pozo entronca con la columna vertebral que sostiene gran parte de su propia producción anterior, es decir, el trenzado de lo poético y lo político (lo ético o lo estético, quizá decir mejor). En estos poemas resplandecen con especial gracia los intentos del lenguaje por atrapar la vida viva, el apego a lo real y las falsías del espectáculo y, por supuesto, la invocación a la disidencia («Nos queda saltar del tren en marcha / dejarnos caer a un lado del sistema») y a la resistencia, como bellamente explica el excepcional texto titulado «La rendición de los visitantes», texto que va alineando una serie de poemas deslumbrantes que nos llevan hasta un final donde el protagonismo lo toma el amor como arma de búsqueda y aún de lucha. Cierra la colección «La rueda del agua», en la que el autor nos muestra su lado más contemplativo, casi diríamos místico, aunque desde luego de un misticismo nada religioso ni metafísico –Del Pozo es hombre de académica formación científica– sino hondamente apegado a la prodigiosa magia de la materia y de las cosas. Desde el mismo título, esta última parte ya nos parece querer adentrar en un peculiar templo zen («Sucedemos entre simulacros / de principio a final» o «Permanezco en el balcón / asomado a mí / ya cada instante»). Últimas llamaradas, en fin, que vienen a completar un libro fértil, generoso y revelador en el que percibimos un profundo compromiso con el lenguaje como sostenedor de todas las cosas («Es el agua / lo único necesario / para construir un barco») pero partiendo a la vez de la convicción de que, más allá de las palabras, lo que resuena es la vida. «La libertad se mezcla / sin crear estructuras firmes. / Busca círculos / y habita barullos», dice el último poema, titulado precisamente «Sin estructuras firmes» y que viene a cerrar el círculo con admirable precisión. No dejen de leerlo. No dejen de sentirlo. Porque, como en el propio prólogo del libro dice la poeta Carmen Camacho: «El lobo ha vuelto […] Aúlla el espejo de dentro. Pedro o el lobo».