La gacela se detiene o La lentitud del liberto: un poemario de Maribel Andrés Llamero
30/04/18. Pliego suelto. Enlace al artículo.
Por Bertal Castany Prado.
Nuestro colaborador Bernat Castany analiza en profundidad el poemario La lentitud del liberto (Maclein y Oarker, 2018), de Maribel Andrés Llamero (Salamanca, 1984), donde reflexiona sobre la corporalidad en el capitalismo postindustrial y sus nexos con las redes sociales y la sociedad de consumo. Además, la autorasalmantina plasma en su poemario la idea de una nueva sociedad basada en la alegría y la libertad, en consonancia con autores clásicos como Tomás Moro, Henry D. Thoreau, Michel de Montaigne y pensadores europeos de nuestros días como Carl Honoré, Tristan García, Serge Latouche, David Le Breton y Frederic Gros.
Todo aquel que se haya cocido unos cuantos años en la salsa de la precariedad sabe que el miedo tiene un tiempo y un tempo propios. Un tiempo, que es la falta de tiempo, porque una de las tendencias de la dominación es disponer de toda la vida del esclavo, utilizando los disfraces del compromiso, la deuda o la fidelidad. Y un tempo, que es la prisa, porque uno de los tropismos de la esclavitud consiste en sacrificar lo importante para cumplir con lo urgente.
Cuenta Rudyard Kipling que en la India se doma a los elefantes salvajes ubicándolos entre dos elefantes domesticados, que lo sujetan, retienen y refrenan, hasta que este se tranquiliza, esto es, se somete. En nuestro caso, nos ponen en medio de una manada de gacelas que huyen al encuentro de las tareas que las devoran. Y corremos.Ciertamente, no solo apretamos el paso para huir de aquello que nos amenaza, sino también para satisfacer los deseos de aquello que nos domina. No existe una diferencia esencial entre una masa de gente que huye de un zombi y un enjambre de personas que se apresura para calmar a un jefe o a un sistema psicópata.
Más aún, nuestros gestos –mentales y corporales– tienen un ritmo sincopado, entrecortado y precipitado, que nos obliga a seguir en movimiento, incluso en los pocos momentos en que podríamos detenernos un instante. Como las bicicletas que van más deprisa que los pedales, como las prostitutas que pasean para no congelarse, como los paseantes solitarios que huyen del eco de sus propios pasos, vamos a toda prisa hacia ninguna parte.
Así, por las noches apretamos los dientes hasta quebrarlos, nos desvelamos para repasar nuestras agendas o madrugamos para hacer las horas extras con las que pagar nuestras vacaciones.
Y es que el miedo es un monstruo que se alimenta de nuestros gestos. Si corres, el alma registra que hay un peligro del que debe escapar. Es la huida la que crea al león. Pero si te paras, el alma se libra de la amenaza imaginaria, y puede empezar a enfrentarse a los peligros reales. Siempre he pensado que los leones se comen a las gacelas, porque estas huyen, pero que si una gacela se detuviese y se encarase al león, sería este quien saldría corriendo.
En El antropológo inocente (1989), Nigel Barley nos informa de que los chamanes dowayos del Camerún no tienen templos, ni oraciones, ni estatuas, sino, solamente, un tempo ritual, consistente en moverse a toda lentitud. Es urgente instituir un tempo sagrado dentro del cual podamos refugiarnos, como se refugiaban antiguamente los forajidos en las catedrales. Es urgente oponer la ceremonia del té a la máquina de café, la conversación al mensaje de texto, el paseo al recado, la novela a la película y, si me apuran, aunque aquí se trata de todo lo contrario, la poesía a la novela.
La lentitud del liberto
No es extraño, pues, que me haya tomado mi tiempo para llegar al centro de este escrito, que es recomendar la lectura del poemario de Maribel Andrés Llamero, titulado La lentitud del liberto. El libro, con prólogo de Antonio Colinas, nos recuerda a la Utopía de Thomas More, ya que consta de dos partes, la primera de las cuales describe poéticamente la decadencia de una sociedad, en este caso, la sociedad del capitalismo tardío, postindustrial, postmoderna o líquida, mientras que la segunda imagina una nueva sociedad basada en la alegría y la libertad, si es que hay alguna diferencia entre ambos términos.
Muchos hemos notado al leer a autores como Zygmunt Bauman, Richard Sennett, Marc Augé o Jean Baudrillard una cierta pulsión poética que tiende a resignarse en unas cuantas imágenes, más o menos originales, cuando no se frustra en un estilo entre repetitivo y confuso.
Muchos hemos lamentado también no disponer de una interpretación poética de nuestro tiempo que ponga en juego los numerosos conceptos que esos filósofos y sociólogos han ido acuñando durante las últimas décadas. Lucrecio poetizó a Epicuro, Quevedo a Séneca, Goethe a Spinoza y Whitman a Emerson, ¿por qué no tratar de hacer lo mismo con nuestros propios pensadores?
Esta es, precisamente, una de las muchas virtudes de la primera parte de La lentitud del liberto, en cuyos poemas se ponen en juego la teoría de los no-lugares de Augé, el análisis de los centros comerciales de Baudrillard, el estudio de la corrosión del carácter de Sennett o la descripción de la sociedad líquida de Bauman.
La gran diferencia, quizás, es que, en la línea de David Foster Wallace, Roberto Bolaño o Javier Cercas, entre tantos otros, la autora no se deja tentar por los que ella misma llama, citando a Kundera, “colaboracionistas de la modernidad” (entendemos “posmodernidad”, en el sentido en que lo entiende Fredric Jameson, que ve en dicha corriente de pensamiento la lógica cultural del capitalismo tardío), sino que busca superar dicha actitud, conservando algunos de sus hallazgos estéticos y filosóficos.
Así, en el primer poema, titulado “La soledad de la carcoma”, se evoca el nihilismo contemporáneo bajo la forma de unas estatuas de madera que representan los ídolos decadentes de nuestra sociedad (“recuerdan la humanidad huida”), que, olvidados en el templo abandonado del sentido (“ya los nenúfares flotan / en la pila bautismal”), son incapaces de intuir el mundo exterior, que sigue su curso, sin esperarlos (“Allá afuera se sucede el mundo”).
Quizás porque dichas estatuas representan, además, la negación de la vida real, sacrificada en ara de los viejos, y a la vez eternos, ideales de la inautenticidad y la autodestrucción (“resignadas imágenes de esa vida / que nunca fueron”).
El siguiente poema, titulado “Manifiesto”, describe el regreso de los mercaderes al templo (“los mercaderes ocuparon las ciudades”). Mercaderes que representan lo que Marx llamó “subsunción de la realidad por el capital”, esto es, la cuantificación o mercantilización de toda las realidades, en un sentido extensivo (globalización) e intensivo (transformación en mercancía de la intimidad, el ocio o la misma protesta).
En virtud de dicha ocupación, cada vez queda menos espacio para lo sagrado, entendiendo lo sagrado, no tanto en términos trascendentes, como inmanentes, esto es como aquello que tiene un valor que no es susceptible de ser transformado en mercancía ( “su espíritu de simonía proclamaba a la multitud / que lo sagrado ya no merecía respeto”).
En “Oda al centro comercial”, se describe el verdadero templo del capitalismo tardío, que es el mall, un lugar que logra alienarnos distrayéndonos de la realidad (“Dentro no existe la noche ni el día, / en los templos del consumo”). Pero el centro comercial no deja de ser una metonimia de toda la sociedad, en la que todo ha sido transformado en mercancía. Por esta razón, podemos decir, en la estela de Bruno, Pascal y Borges, que nuestro mundo se ha convertido en una esfera infinita cuya periferia está en todas partes, y el centro comercial… también ( “Ya no hay viaje posible / ni escapatoria / para vosotros, / eternos pasajeros / en la tierra / de las copias vacías”).De este modo, se cumple, en otro sentido –quizás no menos siniestro– la queja del Raskolnikov de Dostoievski, “Si Dios ha muerto, todo vale”, que habría pasado de significar que ‘nada tiene valor’ a significar que ‘todo tiene precio’, lo cual habría hecho del mundo “un grandísimo mercado para rebaños”.
El poema “Proliferación de las vitrinas” poetiza el mundo de las redes sociales. Resulta especialmente interesante la inversión irónica del tópico horaciano del carpe diem ( “no dejes cada mañana de emplear el tiempo / que no regresa en tramar la publicidad / de la vida perdida / en simulacro y apariencia”) y la reflexión sobre la degradación de la identidad en marca personal (“Sonríe imbécil / a la cámara / para servir al producto / de tu propia existencia”)
El despliegue de imágenes nuevas –insectos atrapados en ámbar, espejos rotos, maniquís– y clásicas –sirenas, ónfalos– para evocar un tema arriesgadamente cercano es original y efectivo. Personalmente, es una de los pocos poemas válidos que he leído acerca de nuestra vivencia de las redes sociales.
Los dos siguientes poemas forman un díptico sobre la corporalidad en el capitalismo tardío. El primero, titulado “El sueño de la razón produce monstruos”, trata con fuerza un tema poéticamente elusivo como es el de cirugía estética, que podemos contar como una de las nuevas formas de lo que Nietzsche llamó el odio a la vida ( “Ya perfectos y sin sonrisa / detrás de la máscara impasible / los hombres se observan / sin verse”).
El segundo, titulado “Palimpsesto”, versa sobre esa especie de ascetismo platónico, constituido por dietas extremas, mortificaciones gimnásticas, vergüenzas y autocastigos, propiciado por una presión publicitaria (“Todo es bello y correcto / menos nosotros”), que ha hecho de nosotros una copia imperfecta de un modelo imposible, cuando no un original infiel a sí mismo ( “Y así vamos todos por fin / camino del palimpsesto siendo, / no siendo”).
En “Territorio y fragilidad” se describe el aeropuerto como el lugar paradigmático de la descubicación o dépayssement en que vivimos en la sociedad actual (“Conozco un no-lugar / suspendido entre dos lugares”). Un lugar en el que nos sentimos desapropiados de toda protección simbólica, enfrentados a la facticidad pura (“Ya no estoy aquí, / pero todavía no he llegado”), cuya resolución esperamos ansiosamente (“donde cada uno aguarda / su propio trasplante”).
“Descrédito del vértigo” critica, en la línea del “movimiento slow” de Carl Honoré (Elogio de la lentitud), de la crítica de la intensidad de Tristan García (La vie intense) y del decrecimiento de Serge Latouche (La apuesta por el decrecimiento), “el mundo impaciente, líquido y veloz” que ha sido diseñado “para nosotros / sin nosotros”.
Para realizar, a continuación, un elogio del andar, al modo de Henry David Thoreau(Caminar), David Le Breton (Elogio del caminar) o Frederic Gros (Andar, una filosofía), e incluso de “la lentitud del viaje a caballo”, que tanto agradaba a Montaigne.
El siguiente poema, “Aullar”, continúa con el tema de la aceleración económica, social y existencial, cuya crítica da título al libro. Utilizando, de algún modo la forma del manifiesto, el poema expresa el rechazo de la velocidad productivista, y aboga por la lentitud fértil (“Para que madure el fruto / son necesarias la flor y la hoja”), entendida, no en términos ingenuos, sino trágicos: “porque es entre ser y no ser / donde se encuentra la vida”.
Tras tratar temas como los de la alienación –“Subterráneo de París” y “Zahorí con antorcha”– y la mendicidad –“Extensión de la carestía” y “Nos pertenece”–, se extiende ante el lector uno de los poemas más extensos del libro: “Qué mal hicimos”. En este poema, que sirve de clausura recolectiva de la primera parte y de apertura sinfónica de la segunda, la autora realiza una caracterización general de la sociedad post-industrial y expresa su decepción con ese mundo mediante el leitmotiv de la pregunta, quizás retórica, quizás trágica –piénsese en el concepto de hamartia– acerca de nuestra culpa en relación a este proceso de degradación (“Qué mal hicimos para merecer / los dioses de este siglo”).
Cabe señalar que esta primera parte incluye cuatro breves poemas –“Iluminación”, “Anuncio sobre valla”, “Madre” y “Metamorfosis”–, que juegan con el género del aforismo, el haiku y la copla, esa especie de haiku ibérico. El último, que sirve de broche de la primera parte, se pregunta acerca del modo en que las circunstancias nos conforman, y se plantea implícitamente la necesidad de cambiar de lugar, lo cual da paso a la segunda parte del libro: “En quién te convierte / el mundo / que te habita”.
Segunda parte
Como dijimos más arriba, La lentitud del liberto se compone, como la Utopía (1516) de Thomas More, de una primera parte, que describe o critica la decadencia de la sociedad, en este caso postindustrial, y una segunda parte, constiuida por un único poema extenso, titulado “Pueblo salvaje”, en el que se trata de imaginar una alternativa.
Dicho poema está dividido, a su vez, en cinco apartados, en los que, tras postular la destrucción de nuestro mundo (“Fueron siete las plagas que devastaron / al mundo que se odiaba a sí mismo”), se imagina un renacimiento postapocalíptico, formado por aquellos que sobrevivieron, y que, liberados en virtud de una dolorosa ascesis, son ahora “cimarrones” o “libertos”. Es, precisamente, en la primera parte de este poema donde se habla de “la lentitud del liberto”, que le da nombre al libro.
En los últimos versos del poema, que son también los últimos del libro, se propone una síntesis entre lo real, descrito en la primera parte, y el ideal, descrito en la segunda, bajo la forma hegeliana del Aufgeben o superar conservando: “Abrázame / de la manera sagrada en que te enseñaron tus padres, / única herencia hermosa de aquellos / que ya no fuimos”. Ciertamente, La lentitud del liberto es un libro que no cae en la Escila de la jeremiada apocalíptica, ni en la Caribdis de la fantasía escapatoria.A lo largo de diez páginas, el poema “Pueblo salvaje” nos ofrece las vislumbres de una alternativa: el dominio sobre el propio ritmo existencial (“Con la seriedad y la lentitud del liberto / nuevo se miran demorados”); la desapropiación liberadora (“nada cargan con ellos, no poseen más / que lo que son”); el reencuentro con el mundo real a través de su observación atenta (“detenidos escuchan los sonidos del mundo / antes de nombrarlo”) y su descripción poética ( “todo comienza a resplandecer / bajo el nombre propio”); la liberación de un conocimiento inútil y paralizante ( “Consagran su existencia no al estudio / y los tratados de belleza / sino al amor”); el ejercicio de la confianza ( “No tiene miedo a la adversidad, no temen / a los precipicios”); y la instalación a la vez hedonista y trágica en el momento presente (“cantando / al deslumbramiento de este momento / de ahora / con la profundidad del que siente la vida como es, / fugaz”).
Leo con sorpresa que se trata del primer poemario de la autora. Pocas veces un primer libro de poemas posee una voz tan madura, profunda y valiente. Y digo valiente no solo por la osadía de su propuesta literaria, sino también porque apunta a algunos de los problemas más graves y reales que nos atañen.
Como decíamos más arriba, si una gacela se detuviese y se encarase al león que la persigue, sería este quien saldría corriendo. Este libro es una gacela girándose, ojalá el resto de gacelas hiciésemos lo mismo.