El tiempo de la ternura. Reseña de Gerardo Venteo: ‘El nombre del frío’.
16/05/18. Profundamente superficial. Enlace al artículo.
Por Javier Gallego.
“¿Qué es la paciencia sino el grito mudo de la esperanza?”
(Las palabras que no existen)
Es una gratísima noticia este comeback del poeta Gerardo Venteo (Galera, Granada, 1963) después de un gran silencio editorial. Sus anteriores proyectos datan de 2001 (En el corazón dormido del esparto, Proyecto Sur de Ediciones) y, de 1996, (Los verbos conjugados, Ediciones Adhara) y en su trayectoria destacan la organización de Encuentros de Poetas en Peligros(Granada), programas radiofónicos de poesía (La marcha verde) y su colaboración con otros artistas plásticos, como en la edición de la carpeta de serigrafías y poemas Memoria azul.
Este libro nace de una pérdida, es una elegía peculiar, “un ejemplo inusual, en el que el muerto habla por boca del vivo” nos informa, desde el prólogo, Javier Fernández. Es, “en realidad, un libro de amor”. El volumen, editado con exquisito gusto, se divide en un preámbulo, cuatro partes y un epílogo, siguiendo, no las fases de un duelo, sino las de la enfermedad y la pérdida. En el inicio, citas de Gamoneda, Jenaro Talens, Piedad Bonett y José Ángel Valente anuncian el tono por el que va discurrir el libro. Sin embargo, es Luis Cernuda quien guía, con una cita, cada una de las partes de este conjunto de poemas, unos en verso y otros en prosa, que deambulan por el protagonista y las relaciones con los más allegados: “Callan las voces pero / la música no cesa” (La música no cesa). La estructura del libro permite al autor volver a retomar temas y ahondar en matices, como en un tema musical que elabora las variaciones.
La gran metáfora es el frío, aunque el camino esté sembrado de ternura, de amor y palabras: “Y ahora, cómo pronunciar el frío, / el dolor de esas palabras que no comprenden” (Anuncio I). El primer paso es la desorientación (“En este punto no hay camino trazado”, Anuncio III) o la negación (“Dentro crece la voluntad / desordenada del animal; / su rabia en el instinto, / la fiebre”, Anuncio III, “Me he consumido en la impotencia amarga del nuevo orden, Vértigo o Negación del miedo). Las imágenes recurren a la niebla, el silencio, las nubes, los fantasmas. La visión que Gerardo Venteo ha querido tomar es la de la cotidianeidad, partir de los pequeños detalles, materiales o no, de las sensaciones físicas y las palabras que intentan envolverlas.
La segunda parte, Esta luz todavía, se adentra, con un lenguaje lacónico (“sobra todo lo demás, Segunda vocación) en la intimidad, en las impresiones que pueden describir la intimidad (Siesta), el miedo: “No tengo otra opción sino la de dejarme vivir en la paz y la luz de vosotros cerca” (Las reglas del juego), “Venid, entrad, en vuestro deseo mi corazón se cumple” (Horizonte). Es también el momento de la recapitulación de los afectos: “De nada me arrepiento, pero, sobre todas las cosas, amar cuanto he amado ha sido mi mejor oficio” (El mejor oficio), “Sin ternura no hay belleza. / Lo demás es instinto” (Instinto), “Ha sido suficiente con amar, que amar es dulce y cansa y que ha llegado la hora de hacerlo” (La ternura necesaria).
El paso del tiempo es el lienzo sobre el que se desarrolla la acción. Planean las sombras y planea el sol sobre el momento, la sucesión de momentos ante el final. La vida es eso, el momento de esperar la sombra y ansiar el sol. La enfermedad la condensa.
“El tiempo es esto, tiempo, y es el único que cuenta, este de ahora, el nuestro, este que ya será irrepetible y para siempre, mágico y fugaz, pero el mejor de todos los tiempos porque es intenso y es verdadero.” (Ahora, en este momento)
El nombre del frío conecta claramente con otros duros y hermosos libros sobre la enfermedad, en especial con El aprendizaje del miedo, de Paco Ramos (Desactivación del miedo), y La puerta entreabierta, de Jesús Montiel (“Entra, no cierres la puerta”, La luz todavía III). Gerardo Venteo destaca la ternura donde Luna Miguel desata la rabia en Los estómagos.
“Esta gravedad enferma me sujeta” (Efecto de la gravedad), nos confiesa el protagonista. La enfermedad es un cepo que agarra, que impide el movimiento y la vida, pero también puede ser, como nos advertía sabiamente Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, la que nos haga “sujetos”. Sujetos que, subjetivamente, la vivimos, y sujetos porque a veces, la enfermedad nos define como individuos. Por eso, “Cualquier gesto vuestro de ahora es ahora, este momento, causal y extraordinario” (Efecto de la gravedad).
Antesala de la niebla es la tercera parte, donde se afrontan los últimos momentos y los balances, “Nada fue inútil, nada” (Militancia I), “La disparatada idea de haber sospechado que todo eso había sido insignificante” (Las cosas pequeñas).
“Cómo curamos el dolor, no sé. Conscientes de su acecho, ¿cómo ahuyentarlo? Será necesario elaborar un plan donde el pensamiento empieza su oficio en el pronunciamiento de la belleza; la ternura.” (Vindicación de la ternura II)
Entonces comienza el protagonista a imaginar el después, los fantasmas, las ausencias, (“No inventéis en mí el héroe que nunca fui”, Certeza insolente y confianza), los “últimos” besos, momentos, las últimas palabras (“pasando las páginas / del último libro que aún no has leído”, Sucediendo I). Queda el desconsuelo, “Comprendo vuestras lágrimas, no puedo verlas” (Reflexión y último momento).
“La paz cobarde y veloz
precipitándose silenciosa
en gotero, suave
como la arena en el reloj” (Sucediendo I)
Por último, “Llega el frío, ven, venid. / Ha sido difícil y hermoso” (Caricia al borde). Silencio frente a la palabra de consuelo, el silencio para asimilar, las palabras para ayudar a asimilar, el consuelo. La sabiduría y la delicadeza de Gerardo Venteo sortea cualquier atisbo de pornografía emocional, predomina la ternura hacia los sentimientos, hacia el dolor y la pérdida y alcanza, en especial al final de la tercera parte, mediante poemas muy concisos, un doloroso clímax, para luego planear sobre lo incierto del después.
La última parte, Eco, intenta describir lo que queda: “Nada más que quebrar lo imposible” (Comienzo), “La angustia no duerme” (Certidumbre). Acabaron las palabras, pero no el dolor, “No, en este silencio no hay calma” (Argumento). Resta el recuerdo, “Sí, hay memoria; / y duele porque pesa / el dolor involuntario / de las horas anteriores, / cesantes en medio de todo” (Sed). El contraste entre estos últimos poemas y sus títulos fabrica una profundidad casi mística a unos momentos muy difíciles de expresar sin ser arrastrados por el torrente furioso del dolor en primera persona.
“Sujetos
a este ejercicio breve de la música
aprendemos que, en sí mismo, todo
tiene una fecha de caducidad
necesaria y difícil.
Empeñados en posponerla
olvidados que, al fin,
cada cosa se desvanecerá en el límite” (Ejercicio de la música)