07/04/17. Ocula Lit. Enlace del artículo.
A veces no sabemos qué, cómo ni el porqué de las cosas que nos suceden en el día a día pero casi siempre suele haber un dónde –independientemente de que nos acordemos después o no–. Las distancias suplentes (Maclein y Parker, 2017) es el primer poemario de José Nieto Jiménez (Sevilla, 1988) y nos habla de ello de una forma auténtica y muy personal. Su poesía es clara y directa, en ella no existe la duda.
Como un cuadro rococó, sus versos son aguijones de flores que sacuden al lector al mismo tiempo que comparten una carga de imágenes desbordantes llegando a resultar inabarcables desde un primer momento. Flores, verano, luces, vestidos, colores y más flores son constantes en Las distancias suplentes.
El poemario habla de las vivencias, los recuerdos y las reflexiones de los lugares en los que se ha vivido –y se vive–, lugares que siempre son intercambiables. Chicago, Nueva York, Budapest, Arizona, etc, son algunos de los sitios de los que José Nieto hace mención. Uno de los procesos que hacen especial al poemario es el ingenio del poeta al interiorizar cada uno de ellos. Los hace totalmente suyos:
«Pero el ansia de la vida abre hueco en cada casa
y –en estos momentos– todos los lugares del mundo
podrían ser Nueva York despegando entre mis manos».
O en este otro fragmento:
«Yo sigo el río.
Y podría prometerte un imperio, rescatar a la vieja
Europa: pianos, bailes, salones decorados,
de su particular exilio. Podría hacerlo, pero no se edificó para mí
la Plaza de los Héroes».
Los poemas al invitarnos a caminar por las grandes ciudades lo que hacen es pasearnos por las calles que el poeta lleva dentro.
El libro está dividido en tres partes «Ciudades distantes», «Lugares de verano» y «Postales de los otros lugares» compuestas por diez poemas cada una.
Ciudades distantes
Es un canto a la lejanía y cercanía del amor. José Nieto busca una presencia que aparece y desaparece constantemente de esos lugares. En un mismo poema podemos tener un cuerpo y, segundos después, su retirada. Sin embargo, el poeta no desespera, mira desde los ojos de la madurez pues sabe bien que el amor es esa inestabilidad, ese ir y venir –libre– de todos los sitios. Lo vemos en el poema «Tempe, Arizona»:
«El invasivo zumbido del mosquito me recuerda que aquí seguirá siendo de noche.
En este lado.
Noche fría que intento negar —aunque siga siendo agosto—
tapando mi cuerpo con sábanas que aún te pertenecen.
Leo para ahuyentar el sueño, como ahuyento a los mosquitos:
a zarpazos estúpidos y ciegos. Grandes pechos,
amplias caderas
o poemas ya leídos que, a oscuras, revisito intentando no encontrar tan lejano
tu cuerpo.
No quiero dormir. Me da miedo cerrar los ojos.
He de ver aterrizar tus aviones.
He de ver ponerse tus soles
en el nuevo mundo que florece. Quiero que el frío y el miedo sólo sean música, así como el zumbido del mosquito
que huye de sus miedos —terrores nocturnos acechan este cuarto—
y acompasarla con este fulgor tembloroso del estómago,
este no saber cómo haces para volar tanto tiempo por un cielo, para mí,
desconocido.Hoy descansaré en aquello en lo que realmente creo, como otros creen en la resurrección
misericordiosa
de la carne, en esa alquimia de cuerpos inertes,
pues tu pasaporte es y siempre será el salvoconducto al tuétano de la noche,
tú, cruzando única los trópicos de mi cuerpo tantas veces por vez primera,
como plenipotenciaria de los espíritus libres, para crear fiebre y fermento.
Y traerme de nuevo a la vida, curándome
del frío y del sueño de esta noche tan lejana, de los zigzagueantes zumbidos
que no se cansan de cobrarse nuevas venas de mi denso corazón—
denso como este canto de cisnes que dejo deslizarse para conocer el futuro de las ciudades—,
como el ansiado mediodía que divide en dos el vientre de los peces,
como la sangre espesa que lo envuelve y, a veces, no lo deja
latir.
Pero esta noche me salvarás de nuevo. Lo he leído en tantos lugares del cielo
de tus manos. De tu cielo. De sus vísceras.
Del cielo.
Me salvarás viéndote aterrizar con mis ojos
y tú me devolverás a la vida.
Así. Desde lejos.
Con la sosegada felicidad que se arroja leve de tu vuelo».
Lugares de verano
Es un canto a los contrastes. Paseamos por los atisbos del frío que nacen en el interior del poeta pese a que todo el mundo que le rodea sea luz y calor de verano. El amor está más cerca y presente que en la parte anterior, los cuerpos se juntan, se agitan, se echan de menos, sin embargo, no se consigue el calor absoluto de la permanencia de la amante. El frío tampoco perdura. De nuevo, José Nieto consigue transmitir el lado templado del amor:
«Muestro al agujero del pozo alto mi torso desnudo
y la noche me estrella el pecho;
entonces imagino constelaciones
guiando a los ancianos,
tras tus certezas y tu espalda.
Arcanos marcaron el recorrido
o mi lugar de la tierra,
quizás del cielo.
Oscuro, como el sentido de las habitaciones,
es mi brazo
que deriva en presencias nunca demasiado alejadas
de la lenta espera del sexo ajetreado
como de aleteo en las marismas,
tu garganta abierta a la noche
en este fragmento cuadrado de mis ojos
buscando altura, ajenos de dolor.
Ya no hay amapolas bajo el seno de mi piel
y escaparon, como ahogados escapan de la vida,
las anfibias desgracias atadas a mi cuello.
Hoy los cuerpos no mienten,
—los supongo en contraposición a las creencias—
y son el paisaje que se muestra y se aguarda
pues se ven la sangre y el latido.
La raíz demente de esta raza que nos ha sido dada,
que nos ha tocado vivir por azar o casuística.
No debe ser extraña la vida en otros planetas
pues el agua se presenta inadecuada cuando más la
[necesito.
Aprendí, y aún no encontré la utilidad,
los estados de la materia.
Dime:
¿Sirve de algo la teoría una vez que el ruido de aviones que parten
lo solidifica todo?»
Postales de los otros lugares
A diferencia de las dos partes anteriores, la mayoría de los poemas de esta sección están escritos en prosa poética. En este punto del libro, el amor ha evolucionado y se manifiesta en una relación de pareja. Se sueña con los planes de futuro a realizar con la otra persona como vemos en el poema «Paseo», se señala la infancia de la otra; «Jardín», se saluda al padre de la pareja; «Llegada inmanente», etc.
La lejanía parece haberse difuminado durante un tiempo, parece que ya no hay distancias que suplir. Y es que Las distancias suplentes va de eso, de todos esos lugares necesarios para salvarse de uno mismo, esos espacios que se crean y se sueñan para sustituir el único sitio real donde se quiere estar cuando no se puede.
Y ese lugar no es otro que los brazos de quien se ama:
«Te vi aparecer, de repente, como si el tiempo no
hubiese pasado, como si todas las distancias se
pulverizasen, como si no existiesen las distancias
suplentes. Te abracé y la vida —y la literatura— tuvo
sentido. Y tomé conciencia de lo alucinantemente
hermoso que es amar lo que se ama».