Luz de la esencia
23/01/18. Estación Poesía. Enlace al artículo.
En la primavera de este año, la editorial Maclein y Parker publicó el libro Raíz Olvido cuyos autores son el poeta Jesús Cárdenas y el pintor Jorge Mejías. Esta magnífica y bella obra cuenta con un prólogo muy bueno de Ana Gorría. Para quienes estén dispuestos a escuchar los rumores que va dejando el tiempo, aquí tienen una excelente oportunidad para ponerse a prueba. Ahora bien, sepan de la advertencia poética con la que serán recibidos en la misma puerta de entrada: «No se sale indemne de aquí. / Todo lo verdadero tiene un coste.» A esta prevención del poeta Jesús Cárdenas, añado la sugerencia de que no se tenga esta obra por una yuxtaposición de dos libros: uno de poemas y otro de pinturas. No estamos delante de un dos en uno ni de un pack al uso. La unidad y la diferencia, internas a la unicidad del libro, se resisten a ser entendidas fácilmente. La cuestión relativa al vínculo entre pintura y poesía no es nueva. Algunos artistas chinos del siglo XI ya disputaron sobre si en cada poesía hay una pintura o viceversa. Recordemos, a su vez, algunas conocidas opiniones de tres personalidades relevantes de la historia cultural. Para Horacio, «una pintura es un poema sin palabras»; mientras que para Leonardo Davinci, extendiendo la mudez a la ceguera, «la pintura es poesía muda y la poesía pintura ciega». Y de entre los grandes pintores modernos, no es menos interesante la siguiente consideración de Picasso: «La pintura es poesía; siempre se escribe en verso con rimas plásticas». Dicho esto, para prevalernos de algunas ideas, en el caso de Raíz olvido tal vez pueda hablarse de un libro de pintura poética, ya que primero fueron los poemas, y después las pinturas, sin pasar por alto que estas trasformaron las originales poesías, por lo cual también podríamos decir que esta poesía es, en cierto modo, poesía pictórica. En todo caso, es un libro con un encuadre y una composición determinadas que no autorizan a separar demasiado los motivos poéticos de los pictóricos, pero tampoco a que los confundamos en una diluyente fusión estética. No es un libro de poemas visuales, ni tampoco de glosas poéticas con trazos de pintura, ni tan siquiera resulta una homología o analogía entre artes diferentes. Además, no estimo que la obra consista en una traducción de leguaje poético a un lenguaje pictórico. Y, por supuesto, este libro no es un libro de poesía ilustrado con pinturas. ¿Podríamos hablar tal vez de una pintura que emerge de un nacer pictórico que hace rebrotar una poesía previa? Se me hace razonable pensar que estamos ante un peculiar caso de lo que se ha dado en llamar, por varios escritores, «el ojo que escucha». El poeta ve escuchando y el pintor ve escuchando la escucha que, en propiedad, es la visión del poeta. El poeta lee la realidad y el pintor lee la lectura del poeta. Ya Quevedo, en un conocido y comentado soneto, habló de la lectura como si esta consistiese en escuchar con los ojos. Decían así los dos cuartetos: «Retirado en la paz destos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / i escucho con mis ojos a los muertos. // Si no siempre entendidos, siempre abiertos, / o enmiendan, o fecundan mis assuntos / i en músicos callados contrapuntos / al sueño de la vida hablan despiertos.» El ojo que escucha nos acerca a lo que de temporal hay en la verdad, porque en el tiempo es donde se va diferenciando, separando, multiplicando, desplegando, la esencia de la realidad. El ojo que escucha es el ojo que trata de superar los límites del ojo que ve la realidad a través de esas imágenes que siempre se limitan con su horizonte de sentido. No es raro que Jesús Cárdenas hable de una poesía en busca de lo esencial, tras la frontera del silencio, es decir, más allá del horizonte de las imágenes. Lo que se siente en la visión que escucha es algo exterior en la esfera del infinito y que habla con la «elocuencia del si- [ 61 ] lencio», del silencio de un tiempo primordial solo visible o audible bajo una óptica de sinestesia, y que no puede ser recuperado por la reminiscencia del recuerdo, sino por una quiebra de la memoria. De ahí que el ver poé- tico y pictórico consista en escuchar el crujir del desgarro de la realidad, o sea, del tiempo que se escucha como una luz resonando en la multiplicación del instante original, en el que este se desparrama en un caudal de esencias. Una luz que resuena como silencio del tiempo, luz que solo puede ser vista como luz audible. De hecho, no tenemos por casual que Ana Gorría elija una cita de la poeta uruguaya Circe Maia para encabezar su espléndido prólogo: «Si decrece la luz, se oscurecen los ruidos». En este sentido que venimos proponiendo, Raíz olvido no es solo la muestra de imágenes poéticas-pictóricas que objetivan una realidad con la ayuda de figuras, símbolos, representaciones, tonos, colores, pinceladas, etc. Los rayos de luz que, en este libro atraviesan la fronda del mundo y de la vida, dejan oír la metamorfosis del color, el paso de los sonidos y el transcurrir de los objetos. Y ese entretanto en el que acontece lo real entre poesía y pintura, en verdad, es el tiempo cuyo rumor da elocuencia al silencio. Por eso, de acuerdo con el poeta, pienso que este libro es un libro, «tras la frontera del silencio». Poemas y pinturas son la visión que escucha la luz que irrumpe por la hendidura del tiempo. Escuchemos, pues, con la lectura y la mirada.
Tomás Valladolid Bueno.