Porque te tengo y no. Porque esta luna que mira por la ventana se cuela por el balcón y nos sonríe, se une a nuestra cena, brinda a nuestra mesa, canta con nosotros y me coge del brazo, toda susurrante y líquida, derramándose en mi oído para recordarme que hoy te olerían las manos a rosas de invierno y a naranjas. Porque es diciembre y hace frío; aunque aquí dentro no se sienta, hace frío, y en la calle parpadean las luces con su complejo de estrellas, tiritan los castañeros entre sus briznas de humo que saben a Navidad y belenes, se encogen sobre sí mismos los mendigos y las gitanas, el vendedor de lotería decide marcharse a casa, los gatos maúllan llenos de escarcha y temblor.
Porque te pienso entero sonrosado en Nochebuena, con tus ojos que habrían sido dos copos de dulzura morena y tu boca que se abriría risueña, porque así me gusta imaginarte algunos días, lleno del viento que nos anima a todos, ese soplo de vida y esperanza que no llegó a tu pecho de niño, ese ardor que nos recorre, nos alienta, nos conmueve y que tú desconoces, con tu inocencia callada e inmóvil en el fondo del alma. Porque no sabes nada, querría contarte el universo para que vieras sus gentes y sus soles, para que escucharas sus ritmos de tierra de olivos, para que sintieras en la piel cómo lacera la noche en fin de año, cómo se abraza una familia cantando villancicos, cómo calientan las palabras de un hermano, cómo sufre y ríe una madre por amor. Porque sí, todo sería mejor que saber que nunca vas a respirar ni a ver ni a dolerte por nadie como a mí me dueles, no sabrás lo que es la angustia ni el desgarro, no llorarás por nada en este mundo, no sentirás ira ni dicha en el corazón porque no existes, eres apenas mi pensamiento, jamás tendrás ojos ni boca sino dentro de mí, dentro de tu madre como un clavel en las entrañas, como una espina en esta lengua que a su pesar sigue hablando y viviendo y despertando sin ti, dentro de tu madre que es un vientre vacío y hueco.
Y te imagino cada día con otro rostro que me devuelve la mirada de siempre, unas mejillas de niño de verdad que se me clavan donde no llegan las palabras y la voz es solo un balbuceo, allá en lo hondo del cuerpo donde antes habitabas, tu reino de paz y de ignorancia que dejaste frío demasiado pronto. Te creo cada mañana distinto, a veces simpático y otras bellísimo en tu timidez, unos días pícaro y otros cariñoso, pero en todas mis versiones adoras a tu madre como un polluelo recién nacido. Nunca me besarás y sin embargo te aseguro que eres mi mejor ejercicio de escritura creativa, puedes estar orgulloso, y ya sabes que no pediré nada a cambio hasta mi último aliento.
Porque, entonces, por fin se callarán estas preguntas sin respuesta que se deslizan con la luna en el oído y quieren saber si no me amabas, si nunca debí desear un hijo, si estos pechos áridos y estas caderas sin gozo no sirven para la vida, no son capaces de guardarte, no pudieron retenerte en tu marcha sin aviso; la noche que se me ha pegado a los huesos quiere acusarme de horrores impensables, se me echa encima como una manta y se extiende hasta este ombligo inútil, el epicentro del absurdo, el causante de la desgracia. Busco hablar a las estrellas cuando oscurece y me dan la espalda con sus barrigas embarazadas de luz, minúsculas y orgullosas; me desprecian y murmuran, sisean, critican entre ellas, se burlan de esta ansiedad encajada en el útero, raíz marchita, y me culpan, me culpan, me culpan siempre de lo mismo, del crimen que me persigue en sueños y ahora mismo, mientras mi suegra intenta consolarme y finjo que todo va bien, que al menos no llegaste a los seis meses, que hay más oportunidades y que soy inocente, que estas manos no están manchadas de tu sangre, que yo también soy víctima, que no he matado, no he matado, ¡no he matado a mi hijo!
Pero tranquilo, mi bien, mi sol, mi niño, porque tú no sufres y en algún momento las preguntas acabarán. Somos polvo y al polvo volveremos, como un ciclo grandioso de vida y muerte, pero tú regresarás al hogar al que perteneces. Cuando me entierren con la culpa al fin deshecha en los labios volveré a verte o te veré de verdad por primera vez, cobrarás forma en mi regazo, te sentiré el pecho respirar como un aleteo increíble sobre el que lloraré cuanto desee, me agarrarás el dedo con tu manita blanda, te alimentarás de mí porque seré tierra fértil donde del barro crecerá una flor en las lindes de lo eterno. No serás polvo porque no querré que lo seas, sino vida nueva que me regará la boca y las lágrimas secas, que se alzará fuerte y desde el momento primero sentirá como un ser libre, llegará a pensar como una criatura fuera de mi mente, resurgirá vivo desde las cenizas de su madre. Y al fin estaremos juntos para siempre, mi cielo, y dejaré de echar de menos un recuerdo que nunca ha existido y que siempre tuvo tu nombre, tu nombre que es un grito en la memoria y una sonrisa abortada en la raíz de esta locura que se me está llevando por delante a la vista de todos.
Y no quiero compasión ni consuelos ajenos. No quiero lamentos que no sean míos ni nazcan de los jazmines deshojados de esta cabeza. No quiero ánimos ni miradas de lástima, sino vivir, hay que vivir, hay que agarrarse con las uñas a las paredes para no caer, porque aún no es la hora. Hay que sujetarse de los vellos del tiempo hasta arrancárselos, apretar los dedos de los pies para no precipitarse al abismo, dejar sangrar las palmas de las manos aferradas a la espada de los días y vivir, vivir, vivir. Porque solo entonces Dios me podrá tender su mano y tirar hacia arriba con el esfuerzo final. Solo entonces conseguiré verte y conocer tus rasgos, y se cumplirán mis sueños nunca desvelados. Lograré observar a mi hijo con sus dientes de rocío y sus piernitas rechonchas. Le oleré el cabello como una leona o una loba, porque esa soy, la Loba a la espera de su cachorro de luz de luna. Le pondré la mano en el pecho cuando duerma y lo sentiré existir con una certeza de carne y músculo, escucharé su corazón mínimo que latirá como el mío, que vivirá como el mío, la sístole de mi diástole de madre, un compás frenético de pajarito en su nido. Me reiré a carcajadas cuando oiga a mi niño decir «Pamplona» con los carrillos llenos de polvorones y la cara hinchada y roja, incluso sabiendo que tendré que controlarle la glotonería y solo dejarlo comer dulces los fines de semana y en fiestas como hoy. Qué felices seremos apretujados alrededor de la mesa en el salón, veintitantas personas que se quieren reunidas y aun así para estos ojos solo estará mi hijo, mi patito con su corona de serpentinas que no se sabrá desenredar, con su paso todavía pequeño y torpe que se chocará con los muebles balanceando la cabeza, con su sonrisa inocente que a veces me pedirá esconderse del resto del mundo. Cómo querré llorar de alegría al ver a mi pollito cantando disfrazado en las actuaciones de Navidad del colegio, y también cuando me diga que él no quiere ser pastor sino pirata o que es muy duro ser un niño de verdad en el patio del recreo.
Pero, mientras tanto, hay que esperar. Con la cabeza bien alta y las mejillas secas, hay que esperar. Viendo crecer a otros hijos de otras madres que jamás seremos tú y yo, hay que esperar. Sintiéndote aún dentro como un vacío que da pataditas, hay que esperar. Aunque sea duro y la gente hable, aunque estos oídos nunca puedan escuchar tu risa, aunque cada despertar traiga la desilusión de saber que no estás aquí, aunque las preguntas se repitan por la mañana y por la tarde y por la noche y la luna siga entrando en casa para hablarme de ti y recordarme que eres suyo, que ella consuela tu llanto y prefieres su vientre redondo y pálido al mío con su hueco como un bostezo. Esperaré mientras me queden aliento y canas para que veas a tu madre como una viejita arrugada que te piensa y no te olvida, que te sabe cada vez más cerca, cada vez más mío, cada vez más unos brazos que corren a mi encuentro.
Porque, cuando te vea, dejaré al fin de ser hueso y sombra. Renaceré contigo en mi regazo como un ramo de rosas de invierno. Contemplaré de nuevo los colores del mundo sin el velo que me cubre las pupilas, sin lo difuso de una lágrima constante, y te mostraré cómo hierve la vida en las calles de esta ciudad que es tuya, cómo la gente ríe en voz alta y habla y grita y palmea y se enfada delante de todos, cómo probablemente tú también lo harás, como lo hago yo. Te llevaré de paseo al parque que te guste para que juegues con tus manos y tus pies de niño real. Te enseñaré todo y te haré libre para que algún día me abandones otra vez, escapes de mi ombligo demasiado pronto, decidas dónde y cómo ser feliz.
Te dejaré partir con esta luna que me quita el polvorón para dártelo, que se me derrama en el oído recordándome que hoy olerías a naranjas. Te dejaré marchar, aunque me duela por ambos, aunque te lleves la mitad de mis latidos, aunque esta ilusión se me rompa en los brazos y me escarche la boca porque te tengo y no. Te dejaré ir como te dejo ahora, porque soy la loba que te aúlla en las noches de invierno. Porque seré madre hasta el último suspiro. Puedes despedirme cuando quieras. Sombra de mi sombra. Carne de mi carne. Sangre de mi sangre.
Por Irene Reyes Noguerol.