No era la primera vez que lo intentaba. En aquella ocasión, cuando lo tuvo a tiro, lanzó la piedra con todas sus fuerzas. El disparo salió de su mano certero, sibilante, buscando sin vacilación el objetivo deseado. Levantaba la barbilla y se protegía del sol de cara con la mano sobre las cejas para atisbar el triunfo cuando sintió un empujón por la espalda que lo desequilibró y lo hizo caer de bruces sobre la tierra aún húmeda de las últimas lluvias.
Se le había sentado a horcajadas sobre la cintura y le sujetaba los muslos al tiempo. El hijoputa también le agarraba con una de sus zarpas el cuello, manteniéndole la mejilla pegada a la frialdad del suelo. De nada servía que él manoteara intentando arañar con saña el aire por si le alcanzaba alguna tarascada, pues el esbirro era fuerte, y aguantaba también impasible el pataleo. Con la fuerza de la respiración cimbraba a compás una brizna de hierba que casi le hacía cosquillas en la punta de la nariz.
Vencido y atrapado, lo vio bajar desde lejos del promontorio donde había estado apostado. Venía sonriente, altivo, suficiente como en todas las ocasiones. Agudizó la vista todo lo que la humillante postura le dejaba y se centró en el recuadro de cabeza al que había apuntado con toda su alma, pero de allí no manaba sangre. Mala suerte. Por un momento creyó que esta vez había acertado. Se preparó entonces, mascullando su odio, para el ritual de los perdedores, otra vez. Con un poco de suerte sólo sería la vergüenza pública de desfilar esposado, y no habría patadas en la entrepierna, ni puñetazos en el estómago. Quizá le tiraran del pelo desde la frente hacia atrás hasta que sintiera cómo le salía el hilillo de sangre por la nariz que casi siempre le salvaba de peores torturas.
Hoy era diferente, él tenía más experiencia y además se le había puesto la suerte de cara. Apenas podía disimular la alegría que le provocaba encontrarlo allí y de esa manera, solo, intentado sacársela para mear sin ningún tipo de precaución. Se ve que le había ocurrido igual que a él, de repente le habían entrado ganas y le pareció que los servicios de la planta de abajo podían ser un buen refugio, a salvo de cualquier sorpresa que pudieras encontrarte al torcer las esquinas del primer piso o del desamparo del patio; unos minutos para dejar de estar alerta.
Así que era su momento. La ocasión perfecta para hacerle pagar por todas y cada una de las veces que él había sido el perdedor, que lo había mirado de soslayo con mueca de desprecio, que lo había insultado o dejado en ridículo delante de todos; por todas y cada una de las collejas, sopapos o patadas.
Ahora era él quien empuñaba un arma, y Sebas el que estaba de espaldas, intentado un silbido torpe, distraído y a su voluntad. Así que se desoyó los latidos del corazón que le martilleaban en las sienes, acompasó la respiración todo lo que pudo, y le posó de súbito la boca temblorosa del revólver en la sien, al tiempo que le decía a voz en grito: «¡Policía! ¡ Alto o disparo!»
Julián, que salivaba de la emoción de tenerlo por una vez a su merced, no lamentó apretar el gatillo. Lo único que le enturbiaba la felicidad del instante era que sólo tuvieran diez años.
Por Mila Guerrero.