El día después de la proclamació de la independencia, el senyor Forcadell se encontraba turbado. Caminaba en dirección al consell con el ceño fruncido, dos moratones bajo los párpados y el tic en la oreja izquierda que le salía cuando no se sentía bien. No le apetecía demasiado que los demás consellers cuchichearan cuando entrara en el salón de plenos, que las secretarias lo miraran de reojo o que el presidente le soltara alguno de sus chistes, «vaya, Anaclet, ¿viste la portada del diari?». Sí, claro que la vio, como tantos otros cientos de miles. Toda una edición especial con foto a doble página en la que, bajo un mar de esteladas, aparecía en primer plano una pareja besándose. Aquel chaval era un don nadie, o al menos eso le parecía al conseller. Un peluso desarreglado y de barba lampiña, camiseta sudada y calzonas deportivas con el escudo de la selecció. Y ella, esa adolescente arqueada hacia atrás por el fragor del momento que se dejaba meter mano bajo el pantalón ceñido, corto hasta donde las piernas pierden su decencia, ella -suspiró- era su Loles. Su querida hija.
Algunos subordinados agacharon la cabeza mientras paseaba por el edificio. Un ligero bon dia y un silencio incómodo. Sentía sus miradas clavándoseles como agujas en el cuello cuando les daba la espalda. Al final del pasillo vislumbró a Pep, el perito jefe, que lo esperaba como todos los días con el informe de la producción bajo el brazo. Tenía cara de no haber dormido, y no precisamente por haber acudido a los festejos y manifestaciones de alegría y júbilo de anoche. Muy al contrario, la había pasado en el hospital, con su padre, que esperaba una operación delicada al día siguiente. Es decir, justo esa mañana.
«Mira, Pep», aún recordaba la conversación, como si fuera ayer mismo, «no voy a poder darte el día libre. La producción va muy bien, eso ya lo sabes, es cosa tuya y de los demás obrers, pero desde arriba me lo dicen, las ventas no suben, y con lo de la independència…». De nada sirvió que le recordara los acuerdos firmados entre los gobiernos, la Unión Europea, el mercado libre. Las ventas no se iban a resentir, eso lo sabían todos. Lo más probable es que incluso aumentaran. En el sindicato no le hicieron caso, «Pep, majete, es que la ley laboral…», así que no tuvo más remedio que tragarse las palabras que su cerebro rumiaba: «Filldeputa, explotador, cagabandúrries, que te hicieron conseller por lamer culs y chupar p…». Mejor dejarlo. Su padre estaba en estos momentos abierto de par en par, jugándose la vida en un quirófano, y él allí, pasando revista a los informes de tuercas y palancas. Mientras lo hacían, una coplilla llegó a sus oídos: «La sabana / africana / con tu hermana / por La Habana».
Quien cantaba era Serafí, uno de los recién llegados. Su currículum era de los que quitaba el hipo: dejó el instituto a los catorce, abandonó el módulo de técnico de grado medio de limpieza de urinarios y sólo había trabajado tres horas y media en su vida. De hombre-anuncio para un rastro. «Otro don nadie», pensó Forcadell, «como el sinvergüenza ése que mete… que se le coge el… en fin, el que sale con mi nena». Lo bueno es que no sólo no pagaban seguros sociales, sino que el govern les hacía descuentos por inserción laboral, y todo aquello. La musiquilla siguió sonando: «Con la Joana / por Triana / de sardana / por la Rambla».
«Rambla no rima con sardana», soltó Oriol, uno de los veteranos. Algunos dejaron de trabajar y rieron. «Ya lo sé que no rima, estoy trabajando en la letra», dijo Serafí. «¿Trabajando? ¿En la letra? ¿Pero qué eres, poetiso?». «Se dice poeta», replicó Serafí, «y soy músico, que es como los poetas, pero metiendo ritmo». Forcadell arqueó las cejas. No le gustaban las discusiones durante su turno. Serafí tocó las palmas y tarareó en voz alta algo parecido a una rumba. «¿Qué vas, de rumbero?». «Mañana tengo un bolo molt important en L’Hospitalet. ¡Viene uno de una discográfica!». «¡Discográficas! ¿Y si te das maña en aprender a darle a la pintura, que es lo que tienes que hacer?». «Mira, nen, que aquí estoy de paso. Soy músico, ¿sabéis?». «¿Y a quién le vas a vender tus rumbitas, con la independència?». «¡Qué incultos sois! ¡La rumba es internacional, no tiene fronteras! ¡Además, que una vez actué en Perpiñán! ¡Como los Estopa!». «¿Los Estopa? ¡Tú qué vas a ser como los Estopa!».
«¡Estopa!», pensó Forcadell. Se le vinieron a la memoria esos dos tipejos. «¡Menudos golfos!». Se pasaban las horas cantando en el trabajo, como el Serafí. Grabaron y todo. «¡Qué suerte tuvieron!». Dieron conciertos, se hicieron famosos. Para Forcadell, eran unos flojos. No querían trabajar, siempre alargando la hora del cigarro, la del desayuno, llegando tarde, escaqueándose y ya ves, se hicieron de oro. Terminaron mal, como tantos otros. Volvió la vista a las gráficas de producció de Pep y se concentró en darle órdenes. Pep seguía con cara de perros, pero le dio igual. Que cumpliera con su deber.
Cuando terminó, se dirigió al ascensor, aunque en el último momento optó por la escalera. Eran cuatro pisos, pero por el rabillo del ojo había visto que se le acercaba Plá, el de administració, y de repente se acordó de que era jueves. Eso significaba que el día anterior había sido miércoles, y precisamente los miércoles Plá tenía a Marc, su pequeño. «O no tan pequeño», se dijo Forcadell, «que el mes pasado fue su cumpleaños y ya tiene, ¿cuántos eran? ¡Por Dios, si ya son trece!». El senyor Plá tenía unos problemas enormes, tan graves e irresolubles que difícilmente no se podía sentir pena por él. Sufría de unos ronquidos tan atronadores que más de una vez los vecinos llamaron a la policía pensando que había un animal salvaje paseándose por el edificio. Además, padecía de halitosis, y sus pies desprendían un olor tan horrible que tenía que dormir con unas protecciones de goma hechas me medida en una planta de reciclaje de neumáticos de Granollers. Un buen día, volviendo del trabajo, se encontró que Dolors, su mujer, había hecho las maletas. «Escolta Plá», le dijo, «no es que no te quiera, ni que seas tan feo, ni que se te trabe la lengua cada vez que hablas que no hay quien te entienda. No, no es nada de eso; es que no puedo seguir sin dormir por las noches». Así que los jueves, es decir, después del miércoles, que era el día que el juez dictó que se pasaba la tarde con su padre, se ponía melancólico.
Esos miércoles, cuando daban las ocho, y después de llevar a Marc a comer una hamburguesa en la pizzería del barrio, aparcaba el coche en una esquina, el chaval se bajaba, caminaba unos metros, se despedía de su padre con la mano y arrancaba de nuevo. Cuando se perdía de vista, llegaba la Dolors para recogerlo, pero Plá tenía un truco: daba una vuelta a la rotonda y, sin que se dieran cuenta, les seguía despacio viendo cómo caminaban a casa. Le encantaba verlos juntos, le hacía sentir como si no hubiera pasado nada. Era como tener otra vez familia, por lo menos durante un ratito. Todo iba bien hasta que, un día, ella apareció con aquel tipejo gordo, calvo, más feo que él y encima guardia civil, de los que no soportó lo de la independencia pactada, amistosa y bien acogida por el resto de espanyols. Se pasó la noche llorando, llegó al trabajo hecho un despojo, se pidió una semana de baja y se la pasó también llorando. Estuvo llorando durante meses, sin parar, ni siquiera dormido, y si dejó de hacerlo fue porque la mutua decidió que ya estaba bien y que a volver a la fábrica. De aquello hacía por lo menos seis años. Ya no lloraba, o al menos no tanto. Sin embargo, seguía sin poder soportar eso de que su Dollors se hubiera ido con otro. Así que los jueves se ponía melancólico y se agarraba al primero que pasara para contarle sus penas.
Pero lo peor, y la razón por la que el senyor Forcadell decidió subir por las escaleras en vez de usar el ascensor, es que Plá, nadie sabía cómo, sin tan siquiera proponérselo, tenía una capacidad especial no sólo para llorar él, sino para conseguir que cualquiera que cayese en sus manos acabara entre lágrimas, con abrazos en el bar del polígono y con cuatro copas que, de repente, tenía que pagar su interlocutor, puesto que Plá siempre tenía la cartera vacía y tarjetas de crédito que no le funcionaban. «Mejor cuatro pisos», pensó. «Aunque con esta artrosis…».
Cuatro pisos más arriba lo esperaba el consell. El pasillo era tan largo que le dio tiempo a pensar varias veces en salir corriendo. Por supuesto, no iba a hacerlo. Al final del corredor, una puerta abierta, humo de puros y carcajadas. Con probabilidad estarían todos. Sólo faltaría él. Suspiró, se ajustó la corbata, se armó de valor y entró.
Por Ignacio Moreno Flores.