El 20 de enero de 1981 Norman Kopischke estaba excitado viendo la televisión. En la luminosa pantalla a todo color estrenada pocas semanas atrás, su amigo de la infancia levantaba la mano y sonreía con orgullo, dejando ver unas arrugas que Norman, por descontado, nunca había contemplado en su rostro. Impaciente, llamó a su mujer a gritos, que se arrastró de mala gana desde la cocina, lugar de donde no se había movido desde bien temprano, ocupada en cocinar su famosa tarta de carne y arándanos que tanto gustaba a todo el mundo y que había prometido para la graduación de la hija de la señora Paterson. Su marido le apretó el brazo con cariño. «¡Mira! ¡Mira! ¿Ves? ¿Lo ves ahora? ¡Y tú que no te lo creías!» En la pantalla, un tipo de pelo blanco comenzó a hablar a la vez que el realizador cambiaba de plano, dejando ver el enorme espacio frente al capitolio repleto de gente y coronado allá al fondo por el monolito en memoria del presidente Washington. Se le saltaron las lágrimas cuando su antiguo amigo se arrancó con aquello de «I do solemnly swear» y él, Norman Kopischke, saltó de su asiento, apretó los puños y exclamó: «¡Ja! ¿Te das cuenta? ¡Está decidido! ¡Voy a ser famoso!» A la mujer pareció no gustarle demasiado el asunto. A fin de cuentas, llevaba casi medio siglo oyendo hablar de aquella estupidez, así que se dio la vuelta y volvió a la cocina, decidida a terminar cuanto antes el pastel de carne.
Esa mañana Norman salió de su casa en el coche. Los muchachos que lo vieron marcharse pensaron que se dirigiría a la tienda de cebos del viejo Mackenzie, ya que aquel día era viernes y todos sabían que le gustaba ir de pesca los domingos con el señor Beegoon, el antiguo jefe de bomberos, y que los sábados Mackenzie no abría porque era judío. Sin embargo, en el cruce entre la novena y la Roosevelt, el Ford Granada plateado que compró en una subasta en el 74 por uno de los grandes giró a la izquierda, perdiéndose por la avenida Saint Andrews, prosiguiendo su camino por un puñado de calles hasta parar enfrente de una tienda que llevaba sólo un par de meses abierta. Se apeó del coche, se subió los pantalones, se escupió en las manos para alisarse el pelo y, respirando hondo, entró en el negocio. Haciendo gala del aplomo que perdió aquel día en el que le salió un gallo mientras cantaba un solo en el coro de la parroquia de Williamsville, se dirigió directamente al mostrador y miró al dependiente a los ojos. «Muchacho», soltó, «necesito una guitarra, un ukelele y manuales para componer baladas». El tendero, un joven con granos como tomates que había entrado a trabajar hacía apenas unos días, se le quedó mirando como si estuviera asimilando lo que le había pedido antes de girarse a preguntar a su supervisor qué era eso de los manuales. Norman, sin dejar de sonreír, pensó para sus adentros: «Recuerda este momento, hijo, algún día lo contarás en entrevistas; estás frente al próximo rey de la música ligera americana».
Mientras el dependiente le organizaba el pedido, Norman Kopischke no podía dejar de sonreír. Tamborileaba con los dedos en la mesa de metacrilato, tarareando viejas canciones de Bing Crosby, Glenn Miller y Jimmy Dorsey y recordando ese día en el que cambió su vida. Hacía de aquello medio siglo. «¡Por todos los Santos!», exclamó en voz baja, «¡sí que pasa rápido el tiempo!» Aquella mañana su tío Harvey debía llevar a Lucy a la ciudad. Le habían salido unas feas manchas en el vientre y hacía una semana que no evacuaba. El macho llevaba cuatro días oliéndole la orina y tío Harvey se temía que se acercaba la época de montarla. No quería que la marrana enfermara en estado y perdiera toda la camada, por lo que prefirió adelantarse a los acontecimientos pidiendo al señor Laramie su camioneta, por aquel entonces el único vehículo motorizado del pueblo, para llevar al animal a un amigo suyo que vivía en Bettendorf en una destartalada casa con embarcadero a orillas del Mississippi, que tenía buena mano con los animales. Cuando el pequeño Norman se enteró de aquello dio un salto de alegría: justo en aquellos días había una feria en Prophetstown. Le ofreció su ayuda para agarrar a Lucy, darle unos mamporros para calmarla y posteriormente atarla a la camioneta, trabajo complicado donde los hubiera puesto que la cerda, en el último concurso de ganado de Davenport, pesó la friolera de cuatrocientas veintisiete libras. A cambio, Norman le pidió que hiciera una parada en Tapico para recoger a su amigo Ronald y que los dejara en la feria hasta la noche.
Ronald tenía tres años menos que él y, sin embargo, iban a la misma clase. Los recursos educativos de las zonas rurales de Illinois escaseaban en aquellos días, y la mayor parte de las escuelas consistían en cuatro paredes y un techo de metal oxidado en los que había, a lo sumo, dos o tres habitaciones y un número igual o inferior de maestros. Ronald era bastante alto para su edad, razón por la que, al cumplir seis años, lo pusieron en la clase de Norman sin preguntar mucho. No tardaron en entablar amistad, a pesar de que un día casi se matan a pedradas por un asunto de cuernos. Ronald sostenía que las búfalas tenían la cornamenta más grande que las vacas, mientras que su amigo afirmaba con vehemencia que era imposible saberlo, puesto que los indios habían acabado con todos los especímenes del país, o al menos de una buena parte del mismo, de seguro por donde ellos vivían. En realidad, las únicas búfalas que habían visto en su vida eran las de las viñetas de OK Corral, por lo que, cuando otros compañeros de clase los separaron y el vicario les llevó a la parroquia para limpiarles las heridas, se pidieron disculpas y las aguas volvieron a su cauce.
Norman se sonrió recordando aquella feria. Le parecía especialmente divertido que el nombre de la ciudad, Prophetstown, fuera el perfecto presagio de lo que ocurriría allí. El recinto ferial no era más que un conglomerado de tenderetes y carpas, sucios y un tanto malolientes, que se mezclaban con el agua y el barro, las heces y los orines de los animales. Tío Harvey, fiel a su costumbre de desayunar su tortilla de ocho huevos antes de que el sol despuntara, les obligó a madrugar, así que cuando llegaron a la pequeña ciudad ambulante sus habitantes aún no se había despertado del todo. No es que tuvieran muy claro lo que se hacía en una feria. La única vez que habían visto algo similar fue aquel día en que unos equilibristas, que habían sido despedidos de su circo por haber tenido relaciones, todos a la vez, aunque con consentimiento, con la hija del sheriff de Yorktown, quedaron atrapados en Hooppole. Resultó que el burro que tiraba del carro olió una hembra en celo y salió trotando por un sendero lleno de baches, con tan mala suerte que cayó, se rompió dos pezuñas y provocó la rotura de uno de los ejes, tres de las cuatro ruedas del carro y la pierna de uno de los miembros de la pequeña troupe, viéndose obligados a dar una serie de espectáculos en los alrededores para financiar el arreglo del animal, del acróbata y del carromato. El pobre burro fue sacrificado en una parrillada y vendido por boletos. En carro se salvó. Al verlos llegar, el encargado de la feria, un enano de menos de cuatro pies de altura cuyo número consistía en ser capaz de doblarse en dos y caminar con las manos, cabeza abajo y con los pies colgando, creyó que se trataba de dos pueblerinos en busca de unos dólares, les dio una escoba de hierros y un recogedor y les ordenó que quedara aquello limpio. Como pago a sus servicios, pudieron montarse en todos los cachivaches, entrar en la casa de los espejos, dar vueltas hasta marearse en un tiovivo que rechinaba en cada giro y obtener un pase para que la gitana, una señora tuerta y coja de la pierna izquierda que afirmaba ser rusa, pero tenía acento del norte de Illinois, les leyera el futuro.
Y fue así como aquella tipa les dijo esas palabras que Norman se aprendió de memoria y repitió todas las mañanas mientras se afeitaba: «Uno de vosotros se convertirá en presidente, y el otro, ese mismo día, se topará con la Fame».
Norman salió de la tienda de música. Llevaba un ukelele Harley Benton, una guitarra de doce cuerdas marca Thomann, una bolsa de papel con manuales y una sonrisa en los labios. Tan feliz estaba que no se percató de que llevaba un botín desabrochado. En un alarde de mala fortuna, se pisó el cordón, tropezó, cayó de bruces a la carretera y se golpeó la cabeza, quedando inconsciente durante unos segundos. Justo en ese momento, Wendy LaFame, un travestido que hacía espectáculos en clubes nocturnos de los alrededores y cuyo nombre real era John Wesley Hardin, antiguo abogado de la Corte Suprema, ex ayudante del fiscal del Condado de Calhoun, divorciado, con tres hijos y una nieta a punto de nacer, actual amante del senador Robert F. Kennedy y que había decidido dejarlo todo y empezar una nueva vida como mujer hacía un año y medio, era deslumbrado por el reflejo del sol en el retrovisor de un tractor aparcado mientras conducía su vehículo, no veía al pobre Norman tirado en el suelo y le aplastaba la cabeza contra los adoquines.
Por Ignacio Moreno Flores.