«Si todo el mundo se tirara por un barranco», me decía mi madre, «¿tú también te tirarías?»
La cola del supermercado. La cinta de la caja se desliza con un zumbido y la compra de alguien se mueve. Papel higiénico, aceite corporal para bebé, laca de uñas, una malla de limones.
Es curioso cómo funciona la memoria, cómo ciertos elementos disparan recuerdos y llevan a una época concreta. Esto es lo que me ocurre al ver esta compra en la cinta. Y al ver que quien los compra me mira de reojo, no sea que le reconozca.
Así es como me vienen a la cabeza recuerdos a montones.
Pasados algo más de veinte años me sorprende la cantidad de información que almaceno en algún rincón de mi cabeza, todos esos datos de tipo técnico-teórico archivados en mi cabeza. Los profesores tenían razón: nos alegraría saber ciertas cosas que nos servirían en algún momento de nuestras vidas. Tenían razón, sí, aunque no los imagino demasiado orgullosos de saber qué es lo que aprendimos de verdad. Como casi cualquier otro ex alumno apenas recuerdo cómo colocar la escuadra y el cartabón; no me preguntes sobre formulación; no me presiones con Rousseau y su hombre natural. No son éstos los conocimientos que atesoramos a lo largo de esos años.
Lo que haría llorar a nuestros profesores son todos esos trucos y consejos para cascárnosla.
Hace veinte años no teníamos internet, ni ningún buscador, ni foros de referencia. No es que hubiera una extensa bibliografía. Toda la información que acaparamos era mediante el boca-oreja. Todo lo que sabíamos sobre cómo hacernos pajas llenaba unas cuantas páginas, y la velocidad de transmisión era la que se tardaba en hacer una copia legible a mano.
No íbamos a llevar algo así a una copistería.
Si todo este afán de conocimiento sobre las pajas, si todo este esfuerzo y energía los hubiéramos encauzado en los estudios, a estas alturas podríamos haber salvado a la humanidad unas cuantas veces. Habríamos erradicado el hambre y enfermedades mortales; estaríamos explorando el espacio profundo y abastecido todas las ciudades con energía limpia. Los osos panda y las ballenas nos deberían su futuro. Nobel sería sinónimo de nuestros nombres.
De vuelta al ahora, el tío de la cola, Tomi, el que me mira sin mirarme, carraspea haciendo ver que disimula. Tiene su gracia que sea él: este mismo tío era uno de los más prometedores y aventajados alumnos. En lo de hacerse pajas, quiero decir.
Y, por lo que su compra dice a gritos, sigue en las mismas.
En el instituto éramos como perros de Paulov condicionados que nos limitábamos a empollar para aprobar los exámenes. En cambio, en lo de pajearnos, lo dábamos todo. Era la carrera armamentística de la masturbación, la guerra fría de la paja; un ambiente de lo más competitivo. Así, sabíamos que el aceite corporal era un avance respecto al aceite de oliva: no queríamos que nuestra polla oliera a fritanga, claro. Uno de los métodos era cascársela con la mano tonta, por aquello de ser más torpe, además podías pasar la mano por debajo de la pierna y hacer que se durmiera, con lo que perdías el tacto. Si a esto le añadías pintarte las uñas le dabas un matiz más… ¿realista? Dos tipos, que a la postre lograron ser ingenieros, contaban maravillas sobre la alcachofa de la ducha y su aplicación práctica en la cosa onanista.
Y el papel de váter es obvio para qué nos servía.
Pasadas estas dos décadas, Tomi debe tener en sus papeleras suficiente material genético como para repoblar la Tierra un par o tres de veces. Pero, con todo, lo más hilarante a estas alturas sigue siendo lo de los limones. Y no, no es que nadie se la meneara metiéndola en un limón. Los limones servían para hacer zumo, para más tarde efectuar uno de los trucos más asombroso de aquel entonces. El zumo de limón era lo que, Tomi primero y sus acólitos después, llamaban un remedio para «el aliento de coño». De alguna parte le había llegado el rumor que era algo infalible para tal cometido y no tardó en pasearse por cualquier fiesta con un vaso de zumo de limón, dándoselas de triunfador.
Visto en perspectiva, tiene gracia: en su vida Tomi se había comido un rosco, pero fingía haberse comido un coño. Y, claro, a nadie se le ocurría pensar que podía ir de farol. O, de pensarlo, decirlo. La verdad es que ninguno de nosotros había llegado a tocar a ninguna chica; de hecho, las que habíamos visto desnudas sólo existían en dos dimensiones y en papel. Por la misma época, él había empezado a llevar un condón en la cartera. Y a decirlo y enseñarlo a todas horas. La mayoría no tardaron en hacer lo mismo. «No fuera que…» nada, no fuera que nada; y es que este condón, y otros más, caducaron sin remedio sin haber visto la luz del sol. Aun así, Tomi hablaba del target en concreto, lo que él llamaba «chicas fáciles», algo que sigo sin entender: etiquetar a una mujer como fácil por querer follar con quien le venga en gana, justo lo que pretendemos hacer los tíos, pero que nos da fama de cracks. Lo gracioso es que este tipo de tíos no se veían como unos tipos fáciles; presumían de tener un listón, pero eran capaces de follarse cualquier cosa.
En el instituto estos paladines de pega del triunfo sexual contaban un chiste: un recién casado se despierta tras la noche de bodas; su mujer le ha preparado el desayuno y horrorizado comprueba que el café con leche está aguado, las tostadas quemadas y los huevos resecos. Y dice: «Nena, ¿tampoco sabes cocinar?» Todos estos tíos se reían hasta soltar lágrimas. Como si ellos mismos supieran qué hacer con una mujer desnuda y dispuesta a follar con ellos. Como si eso formara parte intrínseca del macho. Como si la mujer del chiste no pudiera decirle a su marido: «Tío, ¿tampoco sabes cocinar?»
Y resulta que sí, que hay tíos que creen esto.
Ahora veo lo del zumo como una manera de fingirse importante, de llamar la atención y de marcar distancia. No era más que la manera de Tomi de alimentar la mitología del yo, de aparentar y hacer crecer la leyenda. Años más tarde se paseaba por los bares y las discotecas sorbiéndose los mocos ruidosamente haciendo ver que era duro y que había esnifado coca. Y buscando el aplauso de su público.
La pregunta de mi madre era: «Si todo el mundo se tirara por un barranco, ¿tú también te tirarías?» Unas versiones eran: «Si tus amigos se pajean como si no hubiera un mañana…», «Si tus amigos fingen beber zumo de limón para quitarse el aliento a coño…», «Si tus amigos llevan condones en la cartera que nunca usarán…», «Si tus amigos siguen fingiendo pasados veinte años, ¿tú también lo haces?»
Hace unos años lo que importaba era cascársela y punto, con más o menos imaginación y una buena dosis de alegría. Y hasta con cierto grado de I+D. Todo esto esperando el momento mágico de desvirgarnos y pasar del imaginario a la práctica. Pero de alguna manera extraña todo esto se convirtió en un mundo alternativo en el que sentirse distinto al resto, especial, agraciado. Y con un público dispuesto al aplauso y al asombro, como presenciando el truco de un mago. Cien maneras distintas de cascársela, distintas técnicas y materiales de apoyo. El zumo de limón y su significado implícito. Una farsa que dura más de veinte años. Un conjunto de mierdas que seguimos todos. Y que, aunque no huele, apesta.
«Mientras a este país le quede una frontera», dijo Thomas Jefferson, «habrá un lugar para los inadaptados y los aventureros de América».
Ahora Tomi y el resto son caricaturas, pero en esos años, joder, eran impresionantes. Técnicas de masturbación; chistes sobre polvos; zumo de limón… Lo único que queda es la historia intangible. La leyenda y la fama. Todo lo que tenía sentido entonces, ahora no es más que una gilipollez.
Y vale, eso de las fronteras tal vez no lo dijera Thomas Jefferson, pero ya me entiendes.
Por Roger Mesegué.