Si le soy sincero, me da un poco de vergüenza decirle cómo soy. O cómo me veo, vamos, porque yo no sé si lo que soy es lo que creo que soy, o lo que otros creen que soy. O si en parte soy lo que pienso que soy y en parte lo que otros creen, ven o dicen que soy. Y la verdad es que habrá quienes ni pensarán ni creerán nada, sencillamente porque pasan de mí, porque no les importo un pimiento y tampoco van a perder un minuto en pararse a pensar si soy así o estoy fingiendo.
Claro, y no es lo mismo que sea yo quien hable de mí o que lo haga mi madre o mi hija mayor, mi segunda esposa o la primera. Quién tiene razón o quién no la tiene, amigo. Eso es muy relativo. Porque aquí, sentados en el banco del parque, contemplando la laguna que tenemos delante, con el sol de invierno centelleando sobre sus aguas, la vida se ve muy distinta. Y más si ahora estamos usted y yo tranquilos, sin esa manada de niños, madres, empleadas y demás que convierten cada tarde este paraíso en un patio de colegio. ¿En su país pasa esto?
Sin más preámbulos, y así, en confianza, mi madre decía que yo era rubio y de pelo lacio, pero, la verdad, no me acuerdo de que fuera así. Yo siempre me vi con el cabello castaño y rizado, hasta que las canas me dejaron sin rizos y sin color.
Todavía recuerdo a mi madre antes de morir, pobrecita mía. Raro era el día que no preguntara por su rubito. Por eso, cada mañana tenía que esperar en la puerta de su cuarto a que mi ex y la señora Celeste le cambiaran los pañales. Después entraba yo a decirle que ahí estaba, haciendo un esfuerzo, ímprobo, oiga usted, por soportar el olor de la habitación. Porque ni se imagina las arcadas que me daban y cómo me irritaba los ojos la colonia aquella que le echaban después de limpiarle el culo y curarle las escaras. Mientras aguantaba la respiración como podía, me dejaba acariciar el pelo hasta que se quedaba tranquilita.
Así que, si yo he sido rubio o no, no se lo puedo demostrar. Mi madre decía que sí, y yo la creo, pero la verdad es que no lo sé, qué más quisiera. Otra cosa es lo de mis ojos castaños. Es cierto que no son muy grandes, pero a mí me gustan. Sí, usted no me querrá decir que son de un color muy vulgar, pero yo lo sé.
Y si le digo que tenía unas pestañas la mar de rizadas que a mi madre le encantaban, no sé qué va a pensar de mí. Espero que al menos no me tome por mentiroso. Porque le juro que las tuve. Pero fue operarme de cataratas y desaparecer. Qué le vamos a hacer. ¿Se las quedaría el oculista?
No sé qué le parece, pero por el color de mis ojos, la verdad es que no le veo mayor importancia a que fuese rubio o castaño de pequeñito. Si hubieran sido, un poner, verdes o azules, pues no sé qué decirle. Porque gustos hay para todos los gustos. ¿O no se dice así? No, que de gustos no hay nada escrito. Vamos, que hay gente para todo, que es a lo que me vengo a referir.
Porque en eso también influye el color de la piel. Ahora en invierno estamos todos muy blancos, y es posible que no se lo crea. Pero yo, a pesar de lo blanquito que se me ve, me ponía muy moreno en la playa. Se me pegaba el sol y me daba un color muy bonito. Y yo creo que para eso es mejor ser castaño que rubio, ¿verdad? Porque los rubios suelen ser blanquitos y se ponen como salmonetes en la playa. ¿En su tierra son tan morenos como usted?
La verdad es que el color que lucía yo paseando por la playa de Chipiona era de lo más bonito. Un color, cómo le diría, como el de Julio Iglesias. Aunque sin la blancura de sus dientes, porque el tabaco ha sido siempre mi perdición. Ahora ya no, desde que me dio la angina de pecho, se acabó. El médico me metió miedo y ya no he vuelto a probarlo. Pero en mis años mozos, encendía uno y apagaba otro, y me ha dejado de reliquia este problema de pulmones, escupiendo cada dos por tres, tirando de ventolines, y usted teniendo que empujar este carrito. Y dele gracias a Dios que yo esté así, porque si no, no tendría usted trabajo.
Imagínese cómo me paseaba yo por la playa de Chipiona: tan moreno, con mi pelo rizado, mi tipo… Allí me busqué yo la ruina en mi primer matrimonio.
Mi mujer se había ido a Sanlúcar de Barrameda el fin de semana a ver a su hermana y yo me quedé con mi madre, porque estaba reciente la muerte de mi padre y me daba pena dejarla sola. Y como yo tenía también mucha pena entré donde no debía y pillé un bichito que ella pilló también a la vuelta. Para mí que fue el demonio el que me tentó. Igual que tentó a la segunda para irse con otro. Digo yo que él lo haría para compensar, la tentación, digo, pero yo lo que sé es que me he quedado más solo que la una, no se me vaya a ofender, que usted no tiene la culpa, sino el bichito.
Pero bueno, a lo que iba. Si usted me ve muy blanquito es porque ya no voy a la playa. Y si ya no tengo rizos es porque las canas me los han quitado, como mi mujer me quitó la buena vida que tenía. Porque el bichito me salió bien caro.
Pero pelos aparte, mi madre siempre decía que lo mejor que tenía eran mis manos. Fíjese, fíjese en mis dedos. Si no fuera por la artrosis, se verían muy largos, elegantes. Mi madre decía que tenía manos de pianista, aunque la puñetera no me metió ni a clases de guitarra. La verdad es que no sé si hubiera sido un buen pianista, pero ¿y si lo hubiera sido? Yo creo que, si un hijo tiene cualidades innatas, sus padres deberían hacer por aprovecharlas, ¿no le parece?
Yo, desde luego, me acuerdo mucho de mi madre. No le reprocho nada, pero, lo cierto y verdad es que no era rubio, que sus penas se cargaron mi primer matrimonio y que nunca me metió en clases de piano. Pero bueno, yo la quería, y eso es lo importante. Porque, rubio o no, los hijos siempre tenemos que querer a nuestras madres. ¿Me lleva ya de vuelta?
Por Manuel Machuca.