He subido a la línea 30 en el Prado por razones que mejor no desvelo. Guía el bus una conductora, y eso me parece moderno, me gusta, el acceso de la mujer a puestos copados por los hombres y tal. La pasajera sentada detrás de mí empieza a hablar dirigiéndose a todos los presentes, que es muy sevillana costumbre, hablar sin que nadie en concreto sea conocido. Hablar para alejar la soledad.
– Mira que poner a una mujer en esta línea. Nada más que lleguemos a la altura de Las Tres Mil le tiran piedras, pobrecilla.
Nadie gira ni dos grados la cabeza hacia la charlatana. Nadie quiere verse abducido por el cotorreo de alguien que quizás no esté en sus mochales. Pero a mí me interesa, así que me inclino levemente, soy un poco sordo.
– Pero no son chavalitos, hasta hombres mayores he visto yo con las piedras…
Bajo en Felipe II del bus con la congoja de antes de la batalla. ¿Apedrearán en el polígono sur a esta joven conductora tan maja? La miro como si fuera la última vez, y entonces ella a través de su ventanilla lanza un escupitajo (tremendo por volumen y por puntería) en el alcorque cercano, como John Wayne. Eso me deja tranquilo, está claro que no va a ser la primera vez que la apedrean. Sabrá lo que hacer.
Entro en mi bar de cabecera, en Tomás de Ybarra. El dueño siempre sale de la barra y se me sienta al lado, mirando hacia el árbol que crece frente a la puerta. Habla sin esperar a que le dé pie. Habla de sus ligues, sin ínfulas, con una infinita melancolía. A mí me interesa su charla cuando relata sus relaciones con hombres que siguen casados, miedosos de confesar su homosexualidad. Debe haber miles, pues sólo él me ha descrito media docena de casos. Hoy el asunto es diferente. El padre de familia homosexual con el que ha tenido relaciones se atrevió a desvelarlo por fin en casa a sus hijos, que lo han repudiado.
Pago y me voy al súper de la Cuesta del Rosario.
A la vuelta, desde la catedral sale una música que me suena mucho, muchísimo. El órgano de los mil tubos ataca unos acordes algo bastos, pero de aire marcial, emotivos… ¡carajo, si es el himno de España! Me paro a escucharlo, quizás en pose no muy formal, pues cargo con las bolsas de la compra. El himno enseguida me transporta a la infancia, cuando cada mañana en el colegio público Francisco Franco formábamos en el patio y, bien derechitos, lo cantábamos. Qué tiempos tan gloriosos, cuando nuestro himno patrio todavía tenía letra («viva España, alzad…»), aunque prefiero la onomatopeya actual (lolo-lolo-lo…) porque resulta cómica, y reduce lo pomposo del asunto.
Bien, pues en la catedral tocan el himno. Intrigado por tan extraña combinación (la de Iglesia y Estado) decido averiguar qué pasa, cómo es posible que en el templo de Dios se prestan a que las cosas del César tomen asiento. Es entonces cuando tres señoras, portando romero en la mano y unas prácticas faldas de amplios bolsones, desvían mi atención. A grito pelado se reclaman mutuamente algo. Así que me quedo a verlas, mucho mejor espectáculo éste. No sé qué discuten, pero la empresa de servicios turísticos Buenaventuras & Romero tiene un problema con su personal (chiste).
El himno ha terminado y la pelea se apaga, vaya, así que reanudo mi marcha.
El pedigüeño de guardia en la puerta de la Catedral me mira mal encarado, nunca le doy nada. Unos secretas muy evidentes pasan con su Renault por la avenida y saludan. Una italiana se acerca al camarero y le pregunta por la Judería, pero él no sabe dónde está. Igual el chico estudió una carrera de Ciencias.
Cualquier rato en Sevilla permite imaginar por qué Cervantes escribió Rinconete y Cortadillo, y la causa de que Santa Teresa se limpiara los zapatos al abandonar la ciudad. Y el motivo de que me guste pasearla.
Acabo de caer en que olvidé comprar el pan. Pero creo que me queda del congelado.
Por Jorge Molina.