«Espacio abierto al cielo, desde el que la Cuenca de la imaginación recibe de los dioses sus amparos»
Florencio Martínez
Todo sucedió en el jardín de los poetas, el día que Dani Melow le partió la tibia a Paul Diamond porque decía que «había sido alta». Y Dani decía que «no». Que había sido «gol». Y Paul que «ni hablar». Que «había sido alta». Y yo pensaba que cómo cojones íbamos a solucionar aquello si no había árbitro y las porterías eran dos montículos de ropa. Y zas. Patada voladora. Y zas. La culpa fue del Chachachá. Y zas. Unas flores murieron. Y zas. Paul se convirtió en un poema cojo.
Seamos sinceros. Hay pocas cosas peores en la vida que ser un poema cojo. Tal vez ser un poema cojo y –además- ser de Cuenca. Lo digo sin acritud, yo mismo soy de Cuenca. Quiero decir que soy natural de, pues mis padres me llevaron a nacer allí con nocturnidad y alevosía. Todo para que en mi documento nacional de identidad pusiese «Lugar de nacimiento: Cuenca». Todo para que el resto de mi vida tuviera que aguantar chistes baratos sobre mujeres -cuando no vacas, gallinas, ovejas- mirando a Cuenca. Todo para tener que escuchar bromas sobre Coque Malla. Todo para tener la maravillosa posibilidad de corregir al noventa y nueve coma nueve por ciento período de los turistas bípedos diciéndoles nooooooooo, casas «colgantes» noooooooooooooooooo. Se dice «colgadas». Y así.
Seamos sinceros. Hay algo peor que ser un poema cojo y ser de Cuenca. Tal vez ser de Cuenca y -además- poeta. Por suerte no soy ni una cosa ni otra. De hecho, no se me dan bien las musas y soy de Cuenca pero a medias. Nunca he vivido allí. Mis padres nos raptaban en vacaciones y –a lo loco- nos obligaban a viajar con ellos durante seis horas y media. Hablo de ir sin cinturón de seguridad y por carreteras secundarias. Hablo de marearnos y vomitar dentro del coche, sin parar, en una bolsita de plástico de esas que te dan en la farmacia cuando compras un jarabe. Hablo de solventar el problemilla del olor con Brummel. Con dos emes. Hablo de parar en restaurantes o fábricas de queso o puticlubs a pie de carretera. Sí, con miles de camiones aparcados fuera porque ahí es donde se come bien. Hablo de llevarnos las sobras del bocadillo de tortilla de patatas, chorizo manchego y lomo de orza. Hablo de seguir comiendo con la frente pegada al cristal viendo los postes de la luz rebobinándose. Y sí, con el olor a Brummel, con dos emes, aún flotando en el ambiente. Ya digo. A lo loco.
Seamos sinceros. Apenas recuerdo a Paul. Lo de su tibia al aire ya es otra historia. Aunque quizás fuera el peroné.
Seamos sinceros. Cuenca es única. O al menos eso rezan las pegatinas de los coches. Y yo lo creo. Lo creo porque ahora conozco el placer de leer bajo sus árboles naranjas a finales de octubre. Porque allí se rodó Conan, el bárbaro. Porque sé de la belleza de un paseo entre sus hoces, río arriba, al amanecer. Porque he comido zarajos, ajo arriero, morteruelo, gachas. Porque he oído tambores roncos y canciones de Perales y versos de Federico Muelas. Por separado. Y a la vez. Porque he cruzado el puente de San Pablo y un día soñando en un sueño soñé. Porque he visto lienzos de Fernando Zóbel y Antonio Saura y Gerardo Rueda y Gustavo Torner y…y…y…Arte y Naturaleza. Todo el rato.
Seamos sinceros. Me gusta tanto Cuenca que si tuviera que elegir un solo rincón me resultaría casi imposible. Me pasa lo mismo con Jeniffer Connelly. Pero si de verdad me obligasen, si me pusiesen un kalashnikov entre los dientes y por alguna extraña razón decidiera mentir, elegiría el jardín de los poetas. Ese sueño.
Supongo que Paul no.
Por Carlos Torrero.