Mi ciudad promete cosas que tarda en cumplir, tarda, pero las cumple. Me adopta a los dieciocho años y se comporta como una madre que te protegiera de puertas abiertas, de bici sin rueditas, o te empujara en un baile a abrazar fuerte a esa chica, la de las orejitas que apenas asoman entre sus cabellos y con seguridad te largas a girar con ella por todos sus espacios. Mezcla los grises más tristes y apagados con una historia que fue ajena y que por fuerza se nos volvió propia. Pero basta con un golpe de viento que te lleve a girar el rostro, para que el mar te inunde los ojos de espuma y deje pequeñas ramitas verdes en tu boca. Aquí uno encuentra amores provenientes de todas partes del mundo y de todas partes del mundo vienen a enamorarse, ya de la ciudad, ya de los ciudadanos, ya del pasto sobre la rambla y el olor dulce de algunos fuegos personales que nadie duda en compartir. Montevideo tiene palomas que uno debe evitar al caminar, porque ya no se mueven, no les importamos; y los taxistas controlan el tránsito como un perro ovejero, pero con peor humor. Las tristezas se cantan con humor en Carnaval y los negros nos tomaron las manos con dulzura para apoyarlas junto a las suyas en la lonja caliente de los tambores. La historia no desaparece, y salvo excepciones graves, nos curamos de ella. Tal vez el techo se te llueve, o entra un frío terrible bajo la puerta, la comida se te pegó un poco en la olla y el vecino está escuchando cumbia a todo volumen, o te tocó una academia de baile flamenco pared por medio. Y así, de pronto, un vaporcito comienza a mover sus caderas frente a tus pupilas, una mano amiga lo sostiene y te lo ofrece y resulta que es el cuarto mate de la ronda, el más rico si te pones a compararlos y uno lo atesora entre los dedos y los labios como si fuera un pedacito de alma que a uno le extirpó la realidad y alguien te lo hubiese rescatado. ¡Cómo insiste esta gente con el mate! Pues no, porque no es el mate. Montevideo es la amistad destilada.
Por Javier Montiel.