La noche en que te reenamoraste de mí, me dijiste, fue aquella en que decidimos dar un paseo en bicicleta por Sevilla, ciudad donde yo vivía aquel año y donde tú, tras ocho años desaparecido de mi vida, decidiste venir a visitarme.
Llevaba toda la tarde amenazando lluvia pero, cansados ya de los goterones que no llegaban, decidimos aventurarnos a la calle con dos viejas bicicletas prestadas e invadidos de un entusiasmo desmesurado. Acaba de atardecer y tímidos rayos rojizos se infiltraban entre los pesados nubarrones de otra tarde primaveral. Las luces de farolas y comercios comenzaban a iluminarse y las ruedas de nuestras bicicletas chirriaban sobre la cera que los nazarenos habían vertido sobre las calles de la ciudad.
Fuimos por el centro y recorrimos el parque de María Luisa hasta la plaza de España. Allí nos paramos, recuperando el aliento, yo con mi boina roja y tú con tu pañuelo color mostaza, sobrecogidos por la grandiosidad y decrepitud de los edificios. Para entonces, la noche ya había caído, la lluvia aún no, y el conjunto quedaba dibujado por una débil y, en cierto aspecto, mágica luz anaranjada, proyectada por una cadeneta de luces. Soy incapaz de recordar cuánto tiempo pasamos allí parados, pues el mismo tiempo parecía haber parado a su vez. Sin embargo, me dijiste, no fue allí que experimentaste el renacer de aquel amor que ambos creíamos perdido ya.
Continuamos pues el pedaleo hasta alcanzar una de las áreas más olvidadas de la ciudad y, quizás por ello, una de mis preferidas: aquella ciudad fantasma de edificios hermosos y pabellones ideados para días mejores y que ahora tan solo contenían ajetreadas aunque monótonas oficinas. El año noventa y dos había sido un año importante para la ciudad de Sevilla y nuestro nacimiento poco había tenido que ver con ello.
Así que allí te llevé, a la Cartuja, a jugar a perdernos en un mundo ya muerto, pero que un día portó una importancia magnífica y que, en realidad, aquel día también portaría, aunque tan solo fuese por presenciar nuestra unión, aquella que en aquel tiempo creímos que sería la definitiva.
Primero nos adentramos a escondidas en el antiguo monasterio –actual centro de arte contemporáneo de la ciudad– y paseamos a hurtadillas por sus jardines repletos de árboles frutales y que, por ser primavera, olían tan intensamente a azahar. Allí, por primera vez en un largo tiempo, volví a sentir el tacto de tu mano en mi nuca, un recuerdo que aún hoy me hace temblar del mismo modo que los juncos que ahora observo mecidos por la brisa marina. Recuerdo aquel momento con gravedad, el crujir de los árboles por un viento que seguía anunciando una lluvia que ya no tardaría en llegar y la media sonrisa dibujada en tus labios.
Retomamos las bicicletas y nos dirigimos hacia los Jardines del Guadalquivir, no sin antes pasar por el Pabellón de las Tres Culturas, testimonio de la hermandad de tres culturas sobre un mismo suelo, bajo un mismo techo. Recuerdo la llegada a los jardines y la sensación que me invadió al penetrar allí, como si de un mundo inventado, una especie de Narnia, se tratase. Una energía especial nos acunaría allí, aquella que caracteriza los lugares ya abandonados y caídos en el olvido de los ajetreados días de una gran urbe. Y lo cierto es que este parque guarda muchos secretos: como aquel beso furtivo que te regalé, como mi boina roja que pareció desaparecer en un momento indeterminado, cual ofrenda a la guardiana de tan hermoso lugar. O el laberinto. ¿Recuerdas el laberinto? Lugar perfecto donde representar la realidad de nuestras vidas conjuntas: el jugar al escondernos y a buscarnos. Ahora tú me buscas pero yo ya no estoy. Y ahora que yo decido estar, tú te cansaste de buscar y te dedicaste a deambular. Y ahora soy yo quien te busca, para esconderme al encontrarte y dejarme encontrar. Porque para qué nos vamos a engañar, siempre es mucho más reconfortante para uno ser encontrado que echarse a buscar con miedo a no encontrar. Y para cuando dejamos de jugar, nos dimos cuenta de que estábamos agotados y nos entraron unas ganas enormes de volver a casa y abrazarnos y olvidar todo aquel lío de buscar y de encontrar pues lo único cierto es que aquella noche sí que estábamos juntos y que pocos sentimientos superan al de volver a casa con la persona que amas.
Pero antes de volver, decidí llevarte a un último lugar mágico, aquel que se encuentra donde el puente del Alamillo termina y desde donde puede observarse su fantasmagórica silueta reflejada sobre las aguas del Guadalquivir. Ese fue, me dijiste, el momento en que ocurrió. Y entonces sí, la lluvia comenzó a caer.
3 junio 2017. Polykastro, Grecia.
Por Carmen Arjona.