Los pies esperan en el suelo. De cera, flacos, jóvenes. Al lado, de rodillas, ella desciende al infierno que le impones. Llora y te implora. Pide por favor que la perdones. Te acaricia la mano y tú la rechazas. Una manta de pelo negro le cae sobre la cara. Se sorbe los mocos. Dice: «Lo haré. Si lo haces, también lo haré». Tú la desafías: «No te atreverás, eres una cobarde de mierda». Estáis frente al ventanal del salón con la puerta abierta que da a la terraza.
Nadie hace nada. Ninguno de vosotros. Mientras el cielo se oscurece y, con él, las sombras aparecen de nuevo. Tengo miedo. También él, mi hermano, que permanece pegado a mí detrás del biombo, esperando una voz que nos diga si tenemos que irnos a dormir o si vamos a cenar, o lo próximo que debemos hacer para que no discutáis más, y por fin se haga un silencio que no nos asfixie, uno de los silencios buenos, como los que hace la abuela cuando me cuenta un cuento, y cambia la voz de los personajes y me besa la cabeza y me dice «te quiero».
En el origen estáis vosotros. Siempre lo estuvisteis. Protagonistas de nada.
La llave en la cerradura nos avisa de tu llegada. Tintinea. Tardas. Vienes de la juerga de un día que no ha acabado aún. Sólo acabará cuando te salgas con la tuya y provoques la ira de ella, que te interrogue y tú la apartes de tu camino con un manotazo, un insulto, un grito, que se quedará días enteros flotando en el aire, mezclados con otros. La borrachera también permanecerá en tu habitación, sobre la almohada, detenida hasta que llegue otra que se sume y vuelta a empezar. En ella reposará un gramo más del lodo que compone la miseria cotidiana, donde os hundís un día y otro y, con vosotros, nosotros.
Si ese día te hubieses precipitado al vacío, hoy serías mi héroe. En cambio, sólo eres el comienzo. Escribo cuando escribo para aliviar el azote de esos años. Escribo como el que unta pomada a sus heridas o toma un analgésico para el dolor.
En tu biblioteca estaba toda la historia del siglo XX, sobre todo las cruentas guerras, los dictadores, y mucho de novela de serie B, que hablaba de persecuciones y policías. Creo que eso te ayudaba a crear tu propio personaje, el del malo, el del sheriff, el jefe, el abusador… En la mía, por el contrario, se sostenía el antihéroe, el perdedor, el comunista, el «maricón de mierda» que decías que habría que matar, el poeta del pueblo: Blas de Otero, Lorca, Bukowski, Neruda; de fondo la nueva trova cubana.
Y tú, un misil en nuestro pecho. Fuiste muchas cosas, pocas buenas. Y con ella, aun sin saberlo, tenías una aliada. Cada uno daba una puntada a la colcha de nuestra infancia, tejía una maraña de sucesos inconexos que se escapan hoy a mi memoria, a la memoria cuántica pero no al latido de mi corazón, porque a él no se le engaña. Ese fue el inicio.
Escribir para vivir fue uno de mis lemas. No ha sido permanente; como el dolor, la creación sufre altibajos. A veces se estanca. Y apesta. Otras, bulle y no salpica, sólo se queda en mí, latente. Otras, muchas otras, las palabras salen solas, como un batallón en combate, listo para remover el estiércol que las ahoga, buscando salvarse y huir, de ese inicio donde estabas y vuelves a estar, y vuelves…
Por Marissa Greco Sanabria.