Aparecía subrayado en mi informe clínico: quiste coxígeo. Demasiados filos cortantes en dos palabras. El pueblo lo suele denominar fístula, pero suena bastante vulgar, y no es cuestión de restarle importancia al asunto. El quiste coxígeo es una de esas cosas que ignoras plácidamente hasta que la sufres. Algo así como una hipoteca a cuarenta años. O como un enamoramiento sin correspondencia. Pues bien, es posible que mi afán escritor se deba a aquel saquito de mierda, alojado en la base de la columna y que comenzaba a ramificarse por mi culo.
Cuando me vine a dar cuenta ya me lo habían afeitado, me habían colocado unos patucos verdes y me conducían en silla de ruedas por un pasillo con personas aguardando sus propios bisturíes a un lado y a otro. Por un momento me creí la Giselle Bündchen de los quirófanos. Recuerdo que una enfermera me saludó con un hola que significaba realmente te vamos a rajar el culo. Y sí, así fue, apreté los dientes cuando me separaron los glúteos y cada segundo de tiempo se elevó al cubo. Juraría que la anestesia local era de andar por casa en zapatillas de paño; juraría también que olí a carne quemada en ese quirófano. De vez en cuando la enfermera que me había dicho hola me decía tranquilo; sin embargo, en mi interior imprecaba en correcto arameo. Peor son unas hemorroides, me había tratado de consolar un amiguete que desconocía lo que conlleva un quiste coxígeo.
La recuperación duró dos meses. Al principio siempre se me escapaba un gemidito ridículo cuando cambiaba de postura en la cama. Un dato llamativo: batí mi récord personal de no defecación —tres días—. En las mañanas era corriente que me acompañara una especie de neblina que no me abandonaba hasta el mediodía y que me hacía sentir sucio como un timador de viejecitos. Un día me llamó un compañero del trabajo para interesarse por mi retaguardia. Cuando le solté que me incorporaría en dos meses percibí por el auricular un silbido de admiración. Qué suertudo, debió de pensar. Claro que mi compañero nunca estuvo presente en una de mis curas diarias.
En esos dos meses pasé bastante tiempo con los calzoncillos enroscados en las rodillas. Buen tajo, no dejaba de repetir ese magnífico personal sanitario, capaz de trabajarme la herida y, acto seguido, marchar a desayunar unas tostadas con mermelada. Lo acostumbrado era que alguien irrumpiera en la consulta, vislumbrara mi trasero-trinchera y se escabullera pidiendo perdón. El tajo era ese tipo de heridas que cicatrizan de dentro hacia fuera. Una obra lenta y costosa como una catedral gótica. En una de las curas mi padre quiso entrar pese a las advertencias. Me temo que pretendía demostrar algo, aunque tendré que llegar al nivel padre de veinteañero para averiguar el qué. Nada más cerciorarse del panorama se mareó y tomó asiento mientras una enfermera lo abanicaba como si mi padre fuera un leño con rescoldo que hay que avivar. Al salir a la calle, mi padre —rostro lechoso, inspiraciones profundas— me informó de que la carne humana tiene el color de un batido de fresa, de que en una herida los huesos se ven rojos y de que, como mínimo, la profundidad tenía que ser la de un dedo meñique en vertical —y movía el dedo meñique como la varilla del aceite de un coche—. Por último, antes de abandonar mis curas, y por si a alguien le interesa, he de decir que solían introducirme unas gasas esterilizadas en el ano con la misión de que ninguna secreción se colara por donde no debiera y lo infectara todo.
En aquel tiempo me enganché a un programa de jóvenes talentos musicales donde un miembro del jurado lucía peluquín, tomaba cuatro calmantes al día, leí un libro de David Trueba, me enteré de que la hija de mi vecina se llamaba Vanessa con dos eses, leí un par de libros de Philip Roth, vi algunas pelis de Spike Lee, me topé en internet con un conejo rumano de veintiocho kilos, y pensé demasiado en lo que me interesaba a mí y en lo que interesaba a los demás. En definitiva, tenía mucho, mucho, mucho tiempo. Y apostaría mi castillo escocés que fue cuando me atreví a escribir por primera vez.
Aunque no estoy del todo seguro. Quizás ocurriera antes. Probablemente cuando cayó en mis manos Héroes, de Ray Loriga, y me convencí de que si un tipo era considerado escritor por publicar aquel horror, yo también albergaba alguna opción de sentirme escritor, e incluso —¿por qué no?— de llegar a ser publicado. No obstante, olviden este párrafo, estaría feo concluir que mi afición escritora nace del desprecio hacia otros autores. Además, estoy convencido de que si releo Héroes empezaría a recomendarlo fervientemente. En ningún otro ámbito de mi vida soy tan veleta como en el literario.
Así que, en este estado de cosas, confieso que mi anhelo escritor se origina de un modo bastante común, un proceso carente de algún matiz especial. Alguien regala libro, libro gusta a niño, niño decide gastar su tiempo en eso. Mi primer libro de lectura se titulaba El tío Willibrord, de Jan Terlouw, colección El Barco de Vapor, editorial SM, regalo de mi tía Pepi —todos tenemos una tía Pepi—. La ausencia de redes sociales, unos veranos enormes con playa a cien kilómetros, y un barrio donde los bancos del parque estaban ocupados por drogadictos hicieron el resto. Y posteriormente, con los años, como esa lluvia norteña que empapa los campos, llegan Noah Gordon, Delibes, Truman Capote, Cela, Ray Bradbury. ¿Qué sé yo? Únicamente he echado un breve vistazo a la estantería. Entonces un día, ese día, te quedas mirando por la ventana y en tu mente se desata una frase que cambiará tu vida. «Creo que soy capaz». Y añades: «¡Cojones!». Y antes de ese día puede que ni siquiera hubiera leído Héroes; sin embargo, necesitaba soltarlo, que se joda Ray Loriga. Olviden también el tema del quiste coxígeo. Simplemente me daba la gana contarlo. La literatura, al fin y al cabo, es eso: contar. Y yo lo que deseo como escritor, si ha llegado a este punto, es que empiece a notar molestias en la parte superior del culo, y que palpe con frecuencia esa zona para asegurarse de que no existe abultamiento alguno, y que nada se está ramificando, porque ya sabe lo que le puede ocurrir a su saludable —de momento— culo. Y es que a un quiste coxígeo le encanta surgir como una sorpresa del interior de una tarta.
Por José Pedro García Parejo.