«… sigan adornando
sus jodidos arbolitos
de Navidad.
Yo haré el trabajo sucio.»
Karmelo Iribarren
Con doce o trece años, habitante aún de esa patria lejanísima llamada sexto de EGB, tuvimos que hacer un trabajo de marquetería para una asignatura que entonces se llamaba Plástica. Sin mucha historia. Mil pesetas de las de entonces empleadas en la ferretería de la plaza: segueta, un panel de sesenta por sesenta, y un cuadernillo con plantillas para montar una avioneta, un candelabro, o cualquier cosa a base de tres o cuatro grandes piezas que luego pintaríamos a nuestro gusto, ya sin riesgo de cercenarnos cualquier parte de nuestro cuerpo que, por lo que sea, fuéramos a necesitar en los años venideros.
A mí lo que me resultaba molesto era encontrarme, a la hora de entregar los trabajos, diez o doce aviones, ocho candelabros y cinco marcos de fotos, idénticos, sacados del mismo puñetero cuadernillo. Recuerdo que se me ocurrió hacer otra cosa, algo que yo diseñara, y decidí hacer un coche, un deportivo. Trazar yo mismo las plantillas, y así saldría algo nuevo, distinto. En ese proyecto se aunaban dos disciplinas que nunca se me habían dado nada bien, la marquetería y el dibujo técnico, así que el resultado fue el esperado: cuando el coche estuvo terminado no hubo manera de que las cuatro ruedas apoyaran a la vez sobre la mesa. Ni siquiera apoyaba recto sobre ninguno de sus lados, boca abajo tampoco, con lo que no pude salir del paso vendiéndole al profesor que aquello era – además de un soberbio trabajo de marquetería – una especie de performance, una agudísima puesta en escena. «¿Pero qué me traes aquí, Millán? ¿Esto qué es?» «Un coche volcado, don Carlos».
Aquello se saldó con un aprobado raspón. El coche lo estrellé yo mismo contra la pared del bloque, en el recreo. Y aquí paz, y en el cielo, Gloria Fuertes.
Unos meses después, para la fiesta de fin de curso, nos encargaron preparar una obra de teatro y el profesor trajo un texto cómico, algo cortito que sucedía en un colegio. Los que nos presentamos voluntarios para aquello no éramos suficientes para completar los personajes de aquella obrita, así que aquel viernes la cosa quedo en standby. Sin decirle nada a nadie, dediqué ese fin de semana a escribir otro texto, parecido al que teníamos, pero del que habían desaparecido casi todos los personajes, y que estaba poblado ahora por otros muy parecidos a mis propios compañeros de clase, y cuyo argumento giraba en torno a vivencias que nos habían sucedido durante esos años en los que compartimos colegio. De milagro no me salió otro coche de marquetería. De hecho, mientras lo escribía, sentí un impulso parecido, esa sensación de que lo que había no bastaba, de que la realidad no era algo autosuficiente, algo que se pudiera dejar a su aire, para que fuera ordenándose sola, explicándose sola.
Como he dicho, obedeció a un impulso similar, pero lo del texto teatral fue distinto a lo del malogrado coche en un aspecto: por aquel entonces yo ya era un lector voraz de casi todo. Yo sí conocía esas herramientas. Algo en mí, como un diapasón interno, me facilitaba ver el mecanismo, el encaje lógico de las acciones, el lugar apropiado de una palabra o un silencio. La escritura surgió, como tantas cosas, del inconformismo, de mi desacuerdo con la realidad, pero en esta ocasión encontré un contexto en el que sabía expresarme.
Supongo que, si tengo que escoger un momento en el que surgió en mí este extraño hábito, fue ese: el día que recogí unos elogios un poco más efusivos que los destinados a mis compañeros, porque yo era el autor de aquel esperpento. Ese bien pudo ser el día en que entregué mi alma. Si no fue ese y fue otro, en realidad ya poco importa. La escritura llegó y se quedó. Y ha sido una compañía más fiel que ninguna que haya tenido.
Después de tanto tiempo, me gustaría decir que aún me enfrento al texto con aquella inocencia del niño que juega, pero sería mentira. Hace años que no entiendo la escritura en términos de liviandad o frivolidad. Sigue siendo un juego fascinante, pero para dignificarlo, para que importe, hay que tirar con balas de verdad, ir con todo, doble o nada. Porque esa cosa grotescamente hermosa que es la realidad sigue sin ser suficiente, y hay que escribir, pintar, esculpir, para corregir las lindes del mundo.
Dibujas el mapa de un lugar que no existiría si no estuvieras dibujando ese mapa, un lugar que siempre resulta ser más estimulante que la realidad a la que se superpone. En la vida nunca hay barra libre, en la escritura, sí.
No, ya no es un juego inocente. Ahora soy ese tío que se sienta solo en la mesa más apartada de la cafetería y desde allí observa el trasiego del mundo, imaginando bajo la superficie de la vida esa pequeña odisea que tiene lugar en cada mesa, en cada coche, en las aceras, la lucha de cada uno por llegar a casa.
Soy, como decía aquella vieja canción de Ilegales, quien espía los juegos de los niños.
Soy el que, mientras se toma una copa con una mujer, abrumado por ese desconcierto que siempre provoca la belleza, no puede evitar componer en su cabeza frases del tipo: «Ella tenía todo lo que una mujer necesita para volver loco a un hombre, incluyendo cierta propensión a intentarlo…».
Soy el que espera en los bares, en las desangeladas noches de domingo, a que vayan apareciendo los náufragos, los de la última copa, los que son capaces de beber sin soltar los mangos del futbolín, porque intuye que también ahí, en esas risotadas que taladran la madrugada, está esa cosa tan rara llamada literatura.
En fin, mejor que nadie lo dijo mi amigo Paco Gallardo, en el prólogo que tuvo la amabilidad de escribir para La piel del mar: «Escribir como forma de vida. Escribir para no morirse de otras cosas».
Para mí ya es tarde, no hay cura. Escribir no es algo que hago. Es una forma de estar en el mundo. Esta es mi trinchera, y antes de dejar que me cojan vivo, me aseguraré de haber disparado hasta la última bala. Hasta la última.
Alguien tiene que hacerlo.
Por José Antonio Millán Márquez.