La calma se me hacía sudor en la frente y bajo los ojos, con lo rabiosa que es esa sensación; el índice, autónomo, martilleaba sobre el cursor; los ojos, metidos a anarquistas, bailaban sambito frente a la pantalla.
-En esta carpeta tiene que estar- le dije a Nicolás para tranquilizarme.
-No te preocupes, Víctor, no pasa nada, tenemos suficiente.
-Es que no recuerdo el nombre del archivo. Soy un desastre.
-Déjalo.
-Es que ese texto tenía un par de razonamientos con cargas de profundidad.
Estaba con Nicolás tratando de recopilar archivos de texto en los que solía volcar todo aquello que pensaba, que consideraba con suficiente sentido, digno de una carpeta mejor que la papelera de reciclaje. Ideas, como amapolas en el trigal, que anotaba siempre que tuviese a tiempo un bolígrafo, una servilleta, una grabadora, un teléfono, una tableta o un ordenador.
Esperábamos recopilar material suficiente para construir el esqueleto de una serie de facsímiles digitales monográficos que complementaríamos con textos de amigos y conocidos y después divulgaríamos gratuitamente, sólo por el hecho de apostar por la lectura y la cultura. Paranoias de hippies culturetas, como solían recordarnos los obsesos futboleros en las, cada vez menos frecuentes, cervecitas de los viernes.
-No entiendo cómo puedes ser escritor y, a la vez, tan desastre.- Nicolás hurgó en la herida sin voluntad expresa.
-Aquí está, ¿ves? Y no soy escritor.
-Sí lo eres. Tienes buena técnica, has publicado, tienes montones de seguidores en las redes.
-Pero no soy escritor.
-Entonces, ¿qué es todo esto?- Nicolás señaló el listado de archivos recopilados, más de cien.
-Eso sólo son las cosas que no me puedo callar.
-Pues si las cuentas, si las hilas bonito, tienen musicalidad y mensaje, eres escritor.
Creo que dejé la pantalla y miré a Nicolás con la fijeza de años atrás, cuando aún necesitábamos reconocernos.
-No, ese listado son las cosas que soy incapaz de retener dentro, como un parto sobrevenido. A partir de entonces, no son mías, son de quien las quiera. De todos y de nadie.
-Apunta eso- apostilló Nicolás mientras los párpados volvían a funcionarle.
-No, eso es un secreto, tuyo y mío.
-Pues cuando seas famoso te lo van a preguntar muchas veces.
-Pues tendré que decir siempre lo mismo. No soy escritor.
-No seas tan humilde.
-No lo soy.
-No te subestimes.
-No lo hago.
-Te lo diré de otra manera, no seas cobarde.
Entendí que se había acabado el tiempo de esconderme, de huir.
Por Antonio Aguilera Nieves.