A María, por aquellos años
Al medio día, las niñas se tumban al fresco de la casa del campo. Un puñado de arañas discuten en ese rincón del techo. El resto, aburrimiento blanco y olor a cloro en los ojos. Sobre la cama, cuidando obedientes las horas de digestión, con la memoria hambrienta recién estrenada, entre las dos con dificultad superan la década. Apenas grabaron unas oraciones con caligrafía escolar en sus cortezas, y nada. El resto del cráneo pulido y expectante.
El tiempo se anquilosa. Entre juegos, los espacios son remotos y las niñas se pierden por entre la enormidad de una cigarra, un ladrido, una merienda, una siesta insomne que las aleja también de las civilizaciones hermosas: del poco equipaje que cargan, se hacen nómadas de las que miran. Desprendidas de todo, nómadas de las que ven abejas entrar y salir de sus cabezas, atravesar la frente de lo ligeras que tienen las ideas y lo dulce que es el almíbar de sus sesos. Así de lejos se está siempre en el patio de las niñas, moverse o quedarse es lo mismo porque hay jardines y jardines entre las horas que ni avanzan ni se vuelven; y la monotonía –será por la sombra del porche¾ todavía no conoce apellidos tediosos ni llenos de hastío, solamente un puñadito de arañas de polvo que discuten no se sabe de qué cosas serias allá, allá.
En estos parajes es cuando una de las niñas encuentra el armario e insinúa que se acerca de nuevo el bullicio del circo. Es sin duda un hallazgo sugerente. La otra, de un salto, abre sus puertas y encuentra un baúl con trajes que una emperatriz de la China enterró hace tres mil años en medio de un aburridísimo desierto de Gobi: en un agujero tan profundo que atravesó la Tierra por su centro y quedó olvidado en el ropero de la casa del campo.
El juego es fervor de nuevo. Las horas se desembotan, se minutan, se asegundan fulleras y se llenan de témperas en la cara.
Los vestidos de terciopelo van memorizando los diálogos que las niñas improvisan tras una sábana-telón enganchada al columpio. Juegan a la carcajada de ser diez personajes cada una, al mareo de una historia que se retuerce y se escapa en seguida y al ingenio de un final feliz sin más ni más. Las niñas sudan de risa cambiándose las ropas, siendo gente mayor que llega tarde a la boda y muere de desesperación, ¡tan curioso, tan para burlarse, tan de conejillos absurdos! También gritan con genio cuando no consiguen pronunciar esta o aquella palabra y escupen y rabian si ambas quieren lucir el gran manto de tisú que las llevare a la azul inmensidad. Han olvidado a las arañas que, con doce ojos microscópicos cada una y con un monóculo cada una en cada ojo, analizan y critican desde ese rincón no sé qué insolencia hacia las unidades aristotélicas. Ahora parecen, si acaso las niñas deciden pasar por allí los ojos, una sola pelusa negruzca.
Tan bien aprenden en su propia comedia que lo único que falta es el aplauso. Entonces se miran las niñas, espantando a las abejas que se acercan con sed, y se ven en los jardines inmensos o desiertos o patios estancados, sin nadie que aplauda nada. Pero como la suerte es infinita si ella quiere, y a veces los mayores echan de menos la larga vida, las niñas sientan a las arañitas, entre risueñas e incómodas de la ocurrencia, en sillas de plástico para que olviden sus rincones solemnes; y claro, festejan y aprueban y aplauden como si en otro mundo también hubieran vivido un verano eterno.
El pecho, como engarzado, se hunde rojísimo en el último chapuzón de la tarde.
Por Clara Jiménez.