– ¿Eres de alguna fe?
– Soy escritor, así que creo en sentarme, cerrar los ojos y esperar lo mejor.
Pero más allá de eso, en realidad no.
Hank Moody, en Californication.
Lo que tengo con la escritura es algo parecido a un triángulo amoroso de pega, o a un trío que no funciona; soy como ese secundario en una comedia de instituto, ese tipo enamorado de la protagonista rubia, guapa y animadora. Un panoli con tantas opciones de ligársela como opciones de ganar una carrera tiene un caballo de tres patas. Además, como la chica está colada por el rubio, guapo y capitán del equipo de lo que sea, pues resulta que la chica preciosa no sabe ni siquiera que existo.
Aun y así, sin ella, sin la escritura, no tendría nada.
Ahora me doy cuenta de que todo lo anterior -los libros, la escritura, mis intentos de escribir- está relacionado con una chica llamada Olga. Treinta años atrás, en el colegio, Olga era una niña prodigio de la redacción. Algún profesor se empeñó en hacernos competir; el resultado es que ella siempre ganaba cuando las redacciones las hacíamos en casa y yo lo hacía cuando las escribíamos en clase. Ella ganaba todos los concursos y a mí la directora me dijo: «Eso no lo has podido escribir tú». No hay manera de poder estar seguro, claro, pero me puedo hacer una idea de lo que pasaba en realidad.
Dejé de intentar escribir nada.
En algún momento, puede que en COU o en la universidad, creí que podía intentarlo otra vez. Y me apunté a diversos talleres y cursos. Asistí a charlas y coloquios. Escritura creativa. Relato breve. Redacción eficaz. Escritura y novela. Redacción y práctica. Escritura fotográfica. Narrativa enmarcada. Y aprendí tres cosas. Una es que en cualquier taller enseñan lo mismo y, en varios casos, con un morro que se lo pisan: técnicas, trucos, consejos; en esencia herramientas que están ahí, que uno puede deducir si lee e intenta escribir. La segunda es que es una manera estupenda de compartir textos y ver si funcionan o no. La tercera cosa es que aprendí lo que nunca, jamás, quería escribir.
En todo taller se trasluce de modo asfixiante la obsesión de cada wannabe escritor. La mayoría de los temas son siniestros; gran parte de esta escritura trata sobre el sufrimiento personal. Huele a catarsis. A melodrama sensacionalista y memoria inventada. Los temas giran, desgarradora y visceralmente, en la caída y la superación; sufrimiento y supervivencia; desafío y triunfo. Los pecados más ocultos, el lado más espantoso, también tiene cabida: en los límites del papel nadie es responsable de lo que siente, ni de lo que dice, ni de cómo actúa, ni de lo que hace. Unos a otros se cuentan historias de cómo se pierde la gracia, lo contrario de un relato heroico. O sobre una vida del montón convertida en leyenda. O la de una vida con una belleza tan artificial como la belleza tipo patchwork de la novia de Frankenstein.
Una amiga se refiere a esto como la escuela literaria Ferrero Rocher: «La auto-ficción camuflada; una historia que sólo maquilla a la auténtica. Así, quien escribe es más guapo e inteligente que en la realidad, su novia está más maciza, su trabajo es mejor, su casa también, folla mejor que en el mejor porno, come mejor que en el Bulli y, en general, todo suena muy mediocre pero chapado en oro». Esta gente no es la misma en el taller y en la vida real. Aunque llegara a felicitar a alguien por su texto, en la calle, no estaría hablando con la misma persona.
Una tarde me puse a leer un texto en voz alta y sentí cómo cada palabra era una puñalada para los oídos de los colegas de clase. Se trataba de un texto sobre la superación y, por supuesto, todos sonaban muy Paulo Coelho y Josef Ajram. Y ahora, mientras leía, los mismos que aireaban incestos, adicciones, escarceos sexuales y engaños, miraban al suelo incómodos hasta que el profesor cortó la lectura. Todos escribiendo sobre ese punto álgido de sus vidas convertido en trama, en ese clímax novelesco de su vida Ferrero y yo leyendo mi texto sobre mi operación de fimosis, a lo vivo y sin anestesia.
Vale, de acuerdo. Seguro que mi texto no estaba a la altura, pero el hecho me marcó de alguna manera. Al menos, más que afrontar el reto de ser el padre que no soy, superar una enfermedad que no padezco y dejar atrás una dolorosa ruptura por la que no he pasado. No lo vieron como yo: me invitaron a «buscar otro espacio con un enfoque distinto», el equivalente a no dejarme entrar en una discoteca diciendo «no trabajamos con gente como tú». Podría haberme ofendido o cabreado, pero había encontrado un tesoro. Hasta entonces no tenía ni idea de que mis temas, enfoques y situaciones pudieran resultar repulsivos, poco aptos.
Algo debía estar haciendo bien, o no del todo mal. «Te gusta incomodar. Te encanta subvertir. Te encanta todo esto y lo pasas en grande». De nuevo mi amiga de la teoría literaria Ferrero.
Después de que un texto me llevara a toda esta historia, se bajó el volumen del mundo real. Antes me bastaba con limpiar mi habitación o mi estudio, con fregar la cocina o el baño o con darle un repaso general al coche cada vez que llegaba del trabajo sabedor de que mi vida no superaría las expectativas del plan quinquenal. Cada vez que tenía una crisis existencial acelerada.
Al final resulta que escribir es la manera en que puedo acostumbrarme a todas aquellas cosas que no van bien: la ropa limpia y planchada pero llena de pelos de la gata; el banco que me anuncia un descubierto; el trabajo en el que mis jefes no saben dónde tienen la mano derecha…
Desde entonces gente bienintencionada, mis amigos, me atormentan sin querer preguntándome por todos esos textos que guardo en el ordenador. Por todas las libretas en las que tacho palabras, párrafos y páginas enteras. Y preguntando por qué no hago nada. Lo que les respondo es que no soy escritor. Y que además no escribo, más bien emborrono libretas. No he publicado nada y no estoy seguro de que vaya a hacerlo nunca; decir que soy escritor es tan sincero como decir que soy un artista del porno porque he follado alguna que otra vez. No, no soy escritor. No sé si llegaré a serlo. Ni tampoco si tiraré la toalla alguna vez. Lo que sí sé es que escribir es el único espacio que me queda. Puede que escribir sea mi última frontera.
Aun y así, intentar escribir, ¿me lleva a alguna parte? Al menos, mientras lo intento, no tengo un trabajo que me lobotomiza poco a poco; ningún agobio; no me siento un gilipollas; ni tampoco me carcome la pregunta sobre qué espero de todo el montón de trabajo que hago por nada.
No he resuelto nada al escribir, pero no importa.
Al menos puedo intentar dar con la respuesta a las cosas que veo y no entiendo, que no me entran en la cabeza. Esto y, de paso, quitarme el mono de mi síndrome de Diógenes: cualquier cosa gratis puede tener algún uso futuro: Mile High Club, furry parties, muñecas de silicona que tienen orgasmos, cursos de coaching para ligar, conversaciones, historias del trabajo… El truco es prestar atención. Tomar notas. Fijarse en los detalles; los que saltan a la vista y los que están escondidos. Se trata de datos interesante, pero ¿qué puedo hacer con ellos? Los puedo archivar. Algún día encontraré la manera de meterme en ellos e intentar sacar algo.
Para muchos ser escritor es vivir en el papel una mejor vida que la que pueden llevar; para alcanzar todas esas aspiraciones, al final, ¿sólo queda escribir?
Quizá sea una manera segura de purgar la culpa. Una exposición sin tapujos. Quizá se trate de reescribir la historia, escogiendo una alternativa distinta jugando al «¿qué hubiera pasado si…?».
O puede ser más simple: llenar el vacío. Querer hacer algo en la vida más que el tirar de una palanca, apretar un botón, sonreír cálidamente, fichar al entrar y al salir. Antes de perder la cordura o estirar la pata.
«Mientras a este país le quede una frontera», dijo Thomas Jefferson, «habrá un lugar para los inadaptados y los aventureros de América.»
Y vale, eso de las fronteras tal vez no lo dijera Thomas Jefferson, pero ya me entiendes.
Por Roger Mesegué.