Se empeñaron en ponerme guías, desde muy pronto. Como buenos hortelanos, mi padre y mi abuelo no podían consentir que la mejor de las semillas creciese torcida. Como un mantra, mi abuelo insistía, tenía que aprender un oficio.
Yo, en lo de crearme un oficio, sólo encontraba un medio para obtener beneficio con el que pagar mis vicios.
Me fui en cuanto pude. La distancia física serenó las voces, pero el runrún había germinado en mi interior. Encontrar un oficio se hizo mi obsesión de cada día. Por lo general, me doy buenos consejos a mí mismo, pero pocas veces los sigo, por lo que cada jornada se convertía en un zigzag en el que, por la mañana sabía quién era, pero cambiaba varias veces antes de llegar la noche. No sabía cuál era mi lugar en el mundo. El camino que sólo unos pocos encuentran, otros no lo reconocen cuando lo topan, y otros, tan siquiera se atreven a iniciarlo.
Yo quería encontrarlo, claro que quería. Ponía empeño y contribuía a que el mundo girase más rápidamente ocupándome exclusivamente de mis asuntos. Muchas veces tropecé. A veces por ser demasiado alto, otras por ser demasiado bajo. Creí en alguna ocasión volverme loco. No me importó, al fin y al cabo, las mejores personas lo están.
Sólo para evadirme, me explicarían después, me puse a inventar mundos, invité a lectores a que se hiciesen cómplices. Por no sentirme solo, pondría contundente en el informe el terapeuta, que parecía el que decidía lo que era apropiado. No estoy loco, recuerdo que le decía, es sólo que mi realidad es, simplemente, distinta a la tuya.
Me ayudaron, es necesario ser honestos. Porque fueron ellos los que encontraron este puesto de trabajo que se ha convertido en mi oficio. Soy feliz al fabricar miles de sonrisas en pequeños y mayores desde el interior de este disfraz de conejo blanco.
Por Antonio Aguilera Nieves.