No siempre sucede, pero a veces sucede. Y como ocurre con toda desconocida, invisible, extraordinaria y azarosa combinación cósmica, la que ata la vida con la muerte también resulta caprichosa, impredecible, inevitable. Literaria.
No, no siempre sucede, pero a veces, como si de una travesura de los dioses se tratara, te conviertes en fantasma. No en una persona ausente, ignorada quizá, desdeñada incluso, triste también, sino en un muerto, en un difunto fallecido, atrapado todavía en la viva cotidianidad de los otros.
O de otro. Uno solo, habríamos de decir para ser exactos y no traspasar los muros de este relato. Porque el fenómeno fantasmagórico que este cuento propone ata, vincula, encadena solamente a dos seres. Uno vivo, el otro ya no.
Cabría pensar en un instante solemne de revelación, en una experiencia luminosa, en una escena de voces shakespearianas que llaman e insisten desde el más allá. Pero no. Cuando Patricia cerró el libro, él, simplemente, estaba allí.
Sí, allí estaban ya los dos, bajo el mismo techo, envueltos en la misma atmósfera (21 por ciento de Oxígeno), mirándose como pasmarotes, con un gesto de extrañeza compartida y un cigarro consumiéndose entre los dedos índice y corazón de la mano izquierda de él.
Tiempo después, recordarían aquel instante, confesándose un mutuo sentimiento de familiaridad. Como si, pese a que ningún lazo sanguíneo los unía, sintieran encontrarse ante un pariente. Alguien lejano, pero en quien se reconoce un gesto, una mueca involuntaria, un estar o un mirar.
—Estás muerto. —Habló ella primero. Fue una frase neutra, ni interrogante, ni afirmativa. Ni dirigida a él, ni para sí misma. Aunque el otro respondió.
—Lo sé.
«Ha sucedido», añadió. Y se acercó a la joven que aún sostenía el ejemplar. Una edición de bolsillo, ajada, páginas amarillas, pastas dobladas. Libro maltrecho, que el Premio Nobel le quitó de las manos con suavidad. Lo abrió al azar y comprobó las líneas subrayadas. Repitió la operación. En casi todas las páginas, una palabra, una frase, a veces un párrafo completo… Sonrió.
A Patricia le sorprendió la naturalidad con la que el escritor asumía su nueva condición de fantasma. Miraba a su alrededor, como quien está recién llegado al lugar que ha de convertirse en su hogar. Observó los títulos de la librería. Volvió a sonreír al descubrir dos baldas exclusivas para toda su obra publicada. Luego la miró satisfecho. Conforme. Feliz, se hubiera atrevido a pensar ella. Y se atrevió a hacerlo. Caray, incluso parecía más joven. Como si la muerte y el más allá hubieran tenido un efecto rejuvenecedor. Quizá el viaje sirva para desprenderse de las preocupaciones, que nos ensombrecen la mirada en vida, nos surcan la piel, y que ante la aplastante rotundidad de la muerte se vuelven fútiles. Quizá se haya desprendido de las muescas en el cinto. Quizá no exista la negra espalda del tiempo. O no ya para él. Quizá sólo sea un territorio para los vivos.
No sabía si tutearlo, aunque lo había hecho ya, o llamarlo señor. En realidad lo que a ella le salía era llamarlo míster. Como lo llamaban, y él contó, y ella leyó, que lo llamaban, durante su estancia en Oxford.
—Tal vez, esto sea un inconveniente para usted. No querría importunarla. —Marcó él la pauta del usted.
—No, en absoluto –respondió al fin— .Es que no sé qué ha sucedido.
—La invocación literaria es un fenómeno muy poco conocido. Por lo inusual, seguramente. Pero hay constancia, puede que vaga y ahogada por el transcurso del tiempo, que todo parece poder borrarlo, de otros casos. Otros autores fantasmas. Por supuesto, siempre hay un lector de por medio. Un facilitador. El que en el instante decisorio, si es que algo así existe, hace posible la hazaña. Se convierte así en el único vivo que ve y escucha al difunto retornado.
Era extraño escucharlo hablar. No por su propio discurso, ya de por sí insólito. Su sola acercanza la aturdía. Su presencia allí, donde hace un instante ella leía en voz alta las palabras escritas por su mano de sombra. Aquellas páginas que constituían una suerte de particular piedra roseta, que la ayudaron a entender el mundo, a aprehenderlo, a descifrarse a ella misma… Y a las que regresaba como su constante. El elemento salvador del día a día.
Aquella tarde las leía (¿o recitaba?) en voz alta, conmovida por el anuncio de su fallecimiento, ignorando el conjuro al que estaba dando forma.
—¿Qué sucederá ahora?
Torció los labios, sonrió con la mirada y dijo con una inocencia encantadora:
—Quiero vivir mi vida de fantasma.
Por Patricia Nogales Barrera.