Abrió los ojos otra tarde cualquiera de cualquier mes de cualquier año. Todo sombras, una vez más. En la espesura de la noche, de su noche, volvió a pasar los dedos por la página rugosa que, algún tiempo atrás, en la memoria visual, contaba la historia de aquel mito que lo obsesionaba.
Alzó la vista al cielo con la mirada unánime de todos los ciegos del mundo, pupilas como plegarias inútiles, repetidas infinitamente, siglo tras siglo. En ese acto reflejo que de rabia y desolación había pasado a costumbre, pensó en el Minotauro como habría pensado en un hijo. O en sí mismo.
Quizás por compasión, quizás por empatía, se vio reflejado en la soledad de aquella criatura encerrada en el laberinto de sus propias sombras, espejo del número imposible de galerías que conforman el eclipse de la ceguera.
Se sintió aedo, como si el peso de los tiempos hubiera terminado de caer sobre el bastón en que se apoyaba, y quiso cantar la vida sin luz del hijo de Pasífae, su lento vagar a tientas, su patético destino en un palacio sin ventanas. Deseó con fervor componer el más hermoso de los poemas a aquel colosal error de la naturaleza, para que los milenios venideros recordaran espantados los gritos del monstruo sin soles.
Entonces se levantó. Se sostuvo sobre lo que se había transformado en cayado. Golpeándolo rítmicamente contra el suelo, volvió a alzar la vista a su noche eterna. En su laberinto de sombras, cantó como ya había cantado antes otro ciego, otro hombre.
En sus versos, el Minotauro comprendió al fin, que, tras los ojos de Borges, miraba al cielo el Otro. Y que Homero los estaba pensando a ambos.
Por Irene Reyes Noguerol.