Sopla una ligera brisa. A lo lejos, hacia el poniente, aún se divisan las lumbreras del puerto de Esqueria, titilando esparcidas a lo largo de la masa oscura de la costa. Además de mí, en cubierta sólo queda el joven timonel feacio. No me mira como si viera a un hombre, ni siquiera como miraría a un rey. Ya nunca más seré sólo un hombre. Soy Odiseo, el astuto, el de las mil tretas, el último de los héroes. El joven timonel me mira como si ya no fuera de carne y hueso, sino un mito escapado de un puñado de hexámetros. Una figura dibujada en un ánfora.
Apenas reconozco el mar bajo esta engañosa apariencia de mansedumbre. En todo este tiempo – media vida en realidad – lo que diez años de guerra no consiguieron lo intentó luego el viejo y rencoroso Poseidón, a lo largo de casi otro decenio, arrojándome de una costa extraña a otra, de los brazos de una hechicera a las fauces de la Escila, de la mismísima morada de los muertos al lecho de una diosa que me ofreció su cuerpo de niña, y con él la juventud eterna. Ésa ha sido mi otra guerra. Y aún no sé si diez años de naufragios son saldo suficiente para darla por zanjada, para aplacar la ira del océano. Al fin y al cabo, engañé, emborraché y dejé ciego a su hijo, y he combatido y burlado a cuanta criatura de pesadilla ha querido poner en mi camino. Por eso, incluso en las noches cálidas y tranquilas como ésta, cuando descuento por fin las últimas jornadas de mi largo y accidentado regreso a casa, miro con recelo el hermoso tapiz del mar y entre la sedante canción de las olas creo oír siempre el aliento bronco de un dios ofendido.
Regreso veinte años después, cuando apenas queda nada en mí de aquel joven Odiseo, gobernante de un peñasco reseco, esposo de una mujer que tuvo que criar y educar a un príncipe en la más absoluta soledad, una larga ausencia que nunca supo a ciencia cierta si era desamparo o viudez… Penélope. Aún recuerdo la primera vez que la vi. Yo era entonces un joven príncipe, cuyo brazo era el único lo suficientemente fuerte como para tensar el arco de Eurito, capaz de correr más rápido que nadie, nadar más lejos, afrontar las mil hazañas que aún no sabía que me esperaban, con el arrojo que sólo dan la inconsciencia y la juventud, sin pestañear, sin dudar un instante. Y sin embargo, aquella tarde, en el palacio de Tindáreo, al que había acudido, como tantos, al reclamo de la belleza de Helena, me recuerdo temblando hasta el tuétano sólo porque ella, Penélope, me miró. Para que el tiempo no me borrara su rostro he imaginado sus rasgos en los de todas las mujeres, evitando así que se hundiera en las brumas del olvido, y a mi vez me pregunto cómo es el Odiseo que ella evoca en la soledad de la alcoba, si sabrá o querrá reconocerlo en este otro que regresa, este héroe viejo y cansado, henchido de una gloria que no pidió y que soporta como una pesada carga. Yo sí recuerdo su tacto, sus brazos níveos abarcándome por la espalda, en las noches insomnes en que yo abandonaba el lecho y pasaba horas de pie, en el balcón, mirando la noche y el mar, como si oyera un premonitorio canto de sirenas, como si ya entonces intuyera que mi historia se escribiría lejos de Ítaca, lejos de Penélope, lejos de todo. Quién sabe qué sinsabores, qué amarguras habrá trazado para matar el tiempo, quizá volcada sobre aquel telar que tanto le gustaba, mientras los años pasaban, baldíos. Esperando a cada momento ver recortarse en el horizonte un barco, alguna de las cientos de negras naves que partieron a la guerra. Deseando y temiendo a un tiempo que ese barco trajera por fin noticias mías. De mi regreso o mi muerte.
La guerra. Cuántas vidas, cuánta belleza destruida. Cuánta ambición. Tan sólo el cornudo de Menelao, con el entendimiento cegado por su propia ira de macho ultrajado, quiso creer aquella estupidez de que su hermano, el gran Agamenón, reuniría en Áulide la mayor flota que ha conocido el hombre, sólo para traer de vuelta a Esparta a la hermosa y voluble Helena, aquella niña loca y estúpida, que aprovechó que su marido abriera las puertas de su ciudad a los príncipes de Troya, para abrir también sus piernas, y honrar al imberbe de Paris a su manera.
Cuántos reinos descabezados, cuántas viudas, cuánta sangre derramada, sólo para reducir a cenizas una ciudad, la hermosa Ilión, la perla del Egeo, arrasada sólo para que el gran Agamenón, hijo de Atreo, controlara el paso por Los Dardanelos. Oro. Poder. Nunca hubo otra cosa.
¿La gloria? ¿La posteridad? Sí… Muchos otros caudillos, grandes guerreros, fueron a buscar la gloria, sabedores de que los ojos de los bardos estaban vueltos hacia la madre de todas las guerras. Todos querían que cuando sus cuerpos moraran ya en la oscuridad del Hades, sus nombres y el eco de sus hazañas les sobrevivieran por los siglos de los siglos, escritos y cantados en aquellas rapsodias de sangre. Ajax Oileo, Diomedes, Filoctetes, Ajax Telamón, Idomeneo, el sabio Palamedes… hasta el mismísimo Aquiles, esa bestia sedienta de sangre, que habría tomado Troya él solo si lo hubieran dejado, arropado por sus mirmidones, aquel puñado de locos que habrían seguido a su rey hasta las mismas puertas del Tártaro. Y del otro lado de la muralla, Sarpedón, Eneas, el noble Príamo, el príncipe Héctor, a cuyo hijo ordené despeñar por las murallas la noche que entramos en la ciudad… Su lucha era más noble que la nuestra. Ellos defendían su patria, sus mujeres, sus hijos… todo aquello que amaban… Pero también creyeron que conquistarían al hacerlo el honor y la gloria. Ahora unos y otros ya abandonaron sus respectivos lados en la muralla y no son sino sombras que vagan en la oscuridad eterna, con una moneda bajo la lengua.
A veces los veo en sueños. Caminan en círculo, entre escombros, bajo un cielo sin estrellas ni luna. Todos tienen las cuencas vacías. Patroclo aún sangra por el tajo del cuello, Héctor está casi irreconocible, cruzado de laceraciones y mordiscos de alimañas. Aquiles camina renqueante, dejando un rastro de sangre oscura que mana de su pierna. Aún lleva clavada la flecha envenenada de Paris. Alrededor de la herida la carne se ha vuelto negra y supurante por la gangrena. Todos me llaman, me reclaman para que ocupe mi lugar entre ellos, entre los muertos… Otras veces me despierto acosado por las imágenes del fuego, las ruinas ardientes del palacio, los templos y los jardines, un festín de sangre y humo, entre el que veo aparecer la oscura silueta de un caballo gigantesco, con el vientre preñado de muerte, cabalgando enloquecido por la calles, entre gritos de mujeres y llantos de niños. Luego llega hasta donde estoy y se detiene frente a mí, y humilla su enorme cabeza. Yo me acerco, no siento miedo. Alargo la mano y acaricio la descomunal testa, pasando despacio los dedos por los nudos de la madera. No, no siento miedo. Sólo siento culpa.
De una guerra no se vuelve jamás. Algo mío quedó allí, en aquella playa, en la llanura rojiza, en las llameantes calles… algo mío murió con cada vida segada, para siempre. Del mismo modo que cada monstruo, cada criatura con la que me he cruzado desde el final de la guerra, desde la más horrenda a la más hermosa – Escila, Caribdis, Circe, Polifemo, Calipso… – posee ahora una parte de mí que nunca recuperaré. Eso sí me da miedo. Regresar y ocupar mi sitio al frente de un pueblo que lleva veinte años sin rey, junto a una mujer que no me reconoce cuando me mira y un joven de veinte años que era sólo un recién nacido cuando marché. Y descubrir al cabo de los años que no he vuelto en realidad. Que Poseidón, después de todo, vio cumplida su venganza. Que ya no puedo ser Odiseo, hijo de Laertes, esposo, padre y rey: Un hombre. Comprender que ya sólo puedo ser ese dibujo en un ánfora, encendidos versos en boca de los contadores de historias, una figura en el corazón mismo de la epopeya. Que mi nombre, ahora sí, es Nadie, y que aunque agote mis días recorriendo cada estancia del palacio, fingiendo estar de vuelta entre los míos, sigo lejos en realidad, atado al hipnótico vaivén de las mareas, siempre entre dos naufragios, el último de los héroes, enzarzado para siempre en la infinita trampa del mar.
Por José Antonio Millán Márquez.