«¿Cómo está usted?», dijo estrechando mi mano con una fuerza que yo estaba lejos de suponerle. «Ha estado en la India y Afganistán, por lo que veo. Y es usted un tirador de primera». Eso fue lo primero que me dijo, y me quedé con la boca y los ojos muy abiertos frente a mi interlocutor: un hombre muy alto y seco, cargado de hombros, de frente ancha y cuyos ojos parecían hundidos en el cráneo. Iba completamente afeitado, su piel era pálida y su cabeza se mantenía adelantada en una perpetua y lenta oscilación.
Esto tenía que ver con mis últimos meses de mi vida. Agregado al 1º de Pioneros de Bangalore, las campañas de Jowaki, Sherpur y Kabul, que proporcionaron ascensos y honores a muchos, a mí sólo me acarrearon infortunios. Regresé a Inglaterra licenciado de mi grado de coronel y con mi viejo fusil, con el que me había labrado reputación de buen tirador, como único bien. Sin parientes ni allegados estaba tan libre como podía serlo con mis magros ahorros, y mis dos pequeñas monografías –El gran juego del Oeste del Himalaya y Tres meses en la jungla– no me habían reportado beneficios. Necesitaba alojamiento. Quería encontrar a alguien con quien compartir alquiler. Nos presentó un conocido común, John Clay. «Asombroso», dije. «En realidad no lo es», replicó. «Su pose es indudablemente militar y denota mando; hay muy pocos lugares dentro del Imperio en los que un militar se broncee y su mirada, su pulso y los músculos de su mano derecha muestran a gritos su pericia como cazador». Dicho así resultaba absurdamente sencillo. Pero en realidad siempre lo fue. «No tengo buena fama, me gusta el juego y soy mal perdedor», le confesé. «De mí dicen algo similar», me contestó sonriendo. «Además, mantengo un horario irregular y necesitaré el salón para recibir a mis visitantes. Soy egoísta, introvertido y necesito silencio cuando trabajo. Fumo tabaco fuerte y, a veces, me entra la morriña y me paso días sin despegar los labios. ¿Será eso un problema?». Sonreí, negué con la cabeza y alargué la mano. Nos las estrechamos.
Nuestras habitaciones eran más que adecuadas para dos solteros. Tenía presente lo que había dicho mi amigo acerca de su intimidad y no le pregunté cómo se ganaba la vida, aunque había demasiadas cosas que picaban mi curiosidad. Solía pasarse horas leyendo complejos tratados matemáticos y astronómicos. Otras veces se limitaba a quedarse hecho un ovillo en su sillón, entregado a algún tipo de pensamientos y sin pronunciar una sola palabra, garrapateando alguna nota en un trozo de papel que tuviera a mano. Los visitantes llegaban a cualquier hora; yo abandonaba el salón y me preguntaba qué tendrían en común con mi amigo, pues parecían pertenecer a distintas clases de la sociedad: nuestro conocido Clay, un pilluelo callejero vivaracho, un minero norteamericano rudo y de aspecto peligroso y, sobretodo, un caballero nervioso llamado Fred Porlock. Algunos eran habituales; otros acudían sólo una vez. En cada ocasión él se disculpaba: «Me es indispensable servirme de esta habitación como oficina, y estas personas son clientes míos».
Otra sorpresa fue descubrir que mi amigo era un maestro del disfraz. Un estrafalario grupo de personajes entraba en nuestras habitaciones: un anciano librero con una ajada levita, un joven obrero, una mujer exuberante cuya antigua profesión no dejaba lugar a dudas y un distinguido dandy, entre otros personajes de variopinto pelaje; todos y cada uno de ellos entraban en la habitación de mi amigo y, a una velocidad que habría hecho justicia a un artista del cambio de un espectáculo de variedades, salía mi amigo. Él era todo un misterio para mí.
Una mañana compartíamos el desayuno cuando mi amigo tocó la campanilla para llamar a nuestra casera. «En unos cuatro minutos se unirá a nosotros un caballero, que entrará por la puerta trasera. Vamos a necesitar otro servicio en la mesa». Reanudó la lectura del periódico y esperé, cada vez con más impaciencia, a que me diera una explicación. Finalmente, no pude soportarlo más. «No lo entiendo. ¿Cómo puede saber que dentro de cuatro minutos vamos a recibir una visita? No ha llegado ningún telegrama, ningún tipo de mensaje». Sonrió y empleó un tono de voz algo irritante, como el de un adulto hablando a un niño: «¿No ha oído el traqueteo de una calesa hace unos minutos? Redujo la velocidad cuando pasó ante nosotros, obviamente mientras el viajero identificaba nuestra puerta, y luego aceleró y se alejó, rumbo a Marylebone Road. Allí hay una parada de carruajes que dejan a sus pasajeros en la estación, y es a esa parada a donde iría cualquiera que desease venir aquí sin que lo observasen. El paseo de allí hasta aquí lleva unos cuatro minutos…». Le echó un vistazo a su reloj de bolsillo y, justo cuando lo hacía, oí unos pasos en las escaleras.
«Pase, Clay. La puerta está abierta, y sus salchichas a punto de llegar». Mi amigo esperó a que nuestra casera abandonase la habitación antes de decir: «Asumo que se trata del asunto de La liga de los pelirrojos». «Cielo santo», exclamó Clay, y palideció. «Seguro que aún no ha podido correrse la voz. Dígame que no es así». Empezó a llenar su plato con salchichas y tostadas, y noté que las manos le temblaban un poco. «Por supuesto que no», lo tranquilizó mi amigo. «Pero, si el señor John Clay no puede ser visto yendo al despacho del único consultor criminal de Londres, y aun así va allí, y además sin haber desayunado, entonces sé que no se trata de una bagatela. Si, además, entra en mi casa con barro fresco en sus botas y en las rodilleras de sus pantalones y, más aún, cuando en sus dedos hay aún restos de tinte rojo para el pelo, supongo que no se me culpará por entender que ha surgido algún inconveniente en su caso».
Clay se limpió los labios con la servilleta. Lo miré. No encajaba con la idea que yo tenía de lo que podía ser un policía, pero mi amigo tampoco encajaba con mi idea de un consultor criminal…, fuera lo que fuera eso. «Puede que debiéramos discutir el asunto en privado», sugirió Clay, echándome un vistazo. «Ustedes sabrán, sin duda, disculparme…» dije levantándome, pero mi compañero me indicó con un gesto que guardara silencio. «Tonterías», afirmó. Entrecerró los ojos y me sostuvo la mirada: «Dos cabezas son mejor que una. Y la suya es una mente de primera; junto a sus demás habilidades le hacen a usted merecedor de entrar a formar parte de mi… pequeña sociedad». Sonrió maliciosamente. Entonces, y por vez primera, sentí miedo ante mi amigo.
Me dije que hubo un tiempo en el que fui militar y el miedo me resultaba ajeno, y recordé una época en la que había sido un excelente y temido cazador, pero ahora mi mano derecha temblaba y sentía el sudor frío en mi nuca. Ante mi reacción, mi amigo estalló en uno de sus raros ataques de risa: «No hay nada de lo que preocuparse, mi querido coronel. Desde el instante en que nuestro amigo Clay me habló de usted y de su pequeño entuerto, supe que nos entenderíamos».
Permanecimos en silencio unos minutos. Me estaba moviendo en aguas muy profundas y oscuras junto a mis amigos y una inusitada sensación de bienestar, que no conocía desde el tiempo previo a mi licenciatura forzosa del ejército, me reconfortaba. Mi padre, diplomático en Persia, me abrió las puertas de una buena educación en Eton y Oxford, ocasiones que no aproveché como mi padre había esperado: «Hay árboles que crecen rectos hasta cierta altura y muestran de pronto una disforme excentricidad, tal vez por una mala sangre que corre por sus venas»; éstas fueron las últimas palabras que me dirigió, antes de expulsarme de la que había sido mi casa y familia. Pasé así a formar parte de la oficialidad de mi regimiento, hasta que nuevos y negros rumores acerca de mi presunta vida criminal, jamás demostrada, me obligaron a apartarme del servicio. De vuelta en Londres mis ingresos provenían únicamente del juego, lo que me obligó a jugar sucio para poder tener un sustento; todo parecía ir bien hasta que un joven baronet, Ronald Adair, me descubrió y amenazó con hacer públicos mis métodos si no abandonaba el club y juraba no volver a tocar las cartas. Creía haber borrado el rastro de mi pasado y no ser notado en mi nueva vida, pero no era así. Y, al contrario de lo que podría pensar, ni Clay ni mi compañero parecían molestos o escandalizados.
«¿Así que es usted un… consultor criminal?», le pregunté. «El único de Londres, o puede que del mundo», contestó mi amigo. «No tramo ningún crimen por cuenta propia. Me limito a proyectar: se me plantea un problema, organizo el hecho y se lleva a cabo según mi plan. Todo el asunto se rodea de salvaguardias tan astutas que hacen imposible demostrar la culpabilidad de nadie. No es una novedad: ya en el siglo XVIII Jonathan Wild creó una extensa red criminal por todo Londres; permanecía inmóvil en su sitio, igual que una araña tiende mil hilos radiales y conocía perfectamente todos los estremecimientos de cada uno de ellos». «¿Está seguro de que quiere que yo haga negocios con usted?». Como respuesta, mi amigo me miró sin parpadear. «Tengo una corazonada», confesó. «Debemos estar juntos. Soy un hombre de razón, y he aprendido la importancia que tiene un buen compañero, y desde el momento en que le puse la vista encima supe que confiaba en usted tanto como en mí mismo. Sí. Quiero que venga conmigo». Yo me ruboricé. Por primera vez desde mis tiempos como oficial, me sentí importante.
Moriarty se volvió hacia Clay, que nos había estado observando con una media sonrisa en sus labios. «Bien Clay, ¿cuál es su problema con el asunto de su Liga de los pelirrojos?». «Un metomentodo, profesor. Un sabueso de Scotland Yard. Un detective aficionado llamado Sherlock…»; las palabras de Clay quedaron cortadas por la voz de Moriarty al decir «Holmes».
Se arrellanó en su sillón y dijo: «Al poco de iniciar mi carrera tuve la certeza de que una fuerza invisible se alzaba contra mí. Alguno de mis planes, tan cuidadosamente tramados, se venían abajo de manera incomprensible. Poco a poco fui perfilando a mi antagonista, y así encontré a Sherlock Holmes. Un caballero de aguda mente, tan perspicaz como la mía. Es un Napoleón de la justicia: es el desbaratador de la mayor parte de los delitos de Londres. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto y que actúa con mano firme». La incomodidad se leía en mi rostro y en el de Clay. Pregunté: «Entonces, ¿estamos en apuros?». Por toda respuesta el profesor se levantó y de una cómoda sacó un sobre azul que llevaba la palabra Moriarty escrita en él con una firme y elegante letra. Me lo alcanzó y leí:
«Moriarty, James; Profesor. Hombre de buena cuna y educación. Autor de La dinámica de los asteroides, libro que ha alcanzado tal fama en los círculos científicos que nadie ha sido aún capaz de contrariar. Su tesis sobre el teorema de los binomios le otorgó la cátedra de matemáticas en una pequeña universidad. Rumores sobre una oscura vida paralela le hacen renunciar a ella. Desde entonces llena por completo el Londres criminal, se ha encumbrado hasta lo más alto en la historia del crimen y nadie en Scotland Yard ha oído hablar de él. Durante tiempo me he topado con la sensación de que detrás de cada crimen, sea cual sea su índole, existía un poder de gran capacidad organizadora que borraba cualquier rastro. Después de mil astutos rodeos seguí un hilo y desenredé la maraña, que me condujo hasta el profesor Moriarty. Si yo consiguiera vencer a ese hombre, si me fuera posible libertar de él a la sociedad, tendría la sensación de que mi carrera había alcanzado su cúspide.
El profesor suele visitarse con John Clay, alias Vincent Spaulding, hombre extraordinario a la cabeza de su profesión: asesino, ladrón y falsificador. Su cerebro funciona con tanta destreza como sus manos. A día de hoy comparte habitaciones en Conduit Street con el coronel Sebastian Moran; el mejor tirador de la India y que nadie en Londres puede aventajar. El segundo de los hombres más inteligentes y peligrosos de Londres».
«¿De dónde demonios ha obtenido este sobre, profesor? Y ¿cómo?», preguntó sorprendido Clay. «Del mismísimo Holmes, por supuesto. Me he servido de uno de mis agentes, Porlock, quien en su conciencia cree actuar rectamente al espiarme e informar al detective». Me levanté airado y exclamé: «¡Porlock!. Este traidor merece la muerte, profesor». Sonriendo respondió: «No se deje llevar por la cólera, mi buen coronel. Del mismo modo en que Porlock le es útil a Holmes informándole sobre mis actividades, me es útil a mí sabiendo acerca de qué temas le informa. Así estoy enterado de lo que sabe, lo que no sabe y puedo calcular lo que puede hacer para contrarrestar mis golpes. Además tantea la solidez de las cadenas de mi organización y cree, equivocadamente, que Porlock es un eslabón débil».
Tras un largo silencio dije: «Estamos ante un florete tan hábil como el nuestro, profesor». Clay, presa de rabia impotente, se golpeó la frente con la palma de la mano: «¿Me quiere usted decir con eso, profesor, que tenemos que tolerar semejante cosa? ¿Me quiere usted decir que nadie conseguirá devolverle el golpe a ese demonio de Holmes?». «No, yo no digo eso», contestó Moriarty, y pareció que sus ojos escrutaban en las lejanías del futuro. «Yo no digo que no pueda ser vencido. Pero deben ustedes darme tiempo».
Cuando traté de hablar, se puso un dedo sobre los labios. Luego cerró los ojos y pareció hundirse en sus pensamientos. Todos permanecimos en silencio.
No dudé ni un instante de que a mi amigo le faltara determinación: no acabará su lucha hasta que Holmes encuentre su muerte.
Sebastian Moran, coronel, Conduit Street, Londres, 1881
Por Roger Mesegué.
Tengo que decir que has conseguido engañar completamente a este pequeño gran fan de Sherlock Holmes!!! ¿Para cuándo una aventura completa del profesor Moriarty y su inseparable coronel Moran?
Lo secundo. Es un relato magnífico.