―Tiene usted una casa preciosa, don Florencio ―me dijo el visitante, sin dejar de mirarme a los ojos, con evidente mala intención: nadie me llama ya por ese nombre, y la casa deja mucho que desear, lo sé; llevo años queriendo mudarme, pero no puedo, mi holgazanería me lo impide paradójicamente una y otra vez. Lo único cierto es que, en el poco rato que llevaba aquí, desde que acudió puntual a la cita, aquel sujeto había tenido tiempo de observar cada detalle, no pasar nada por alto, y mentir descaradamente, sin reparar en posibles gastos, tampoco en las hipotéticas consecuencias.
―Me alegro ―respondí con cautela, con muchísima cautela. Elegí permanecer a la defensiva; no sabía sus motivos, tampoco sus intenciones, pero ahí estaba: eso era más que suficiente.
―Con tan buen gusto para ciertas cosas, no sé cómo pudo equivocarse tanto en el color ―dijo aquel ser rígido y rencoroso; había decidido ir al grano, así que para qué demonios esperar más―. A mí no me importa, de veras que no, pero él casi no puede soportarlo.
En ese momento, tal vez para indicarme de qué hablaba (como si yo no fuera a saberlo o hubiese podido olvidarlo en un descuido tal vez deliberado), miró en dirección a la ventana: en la calle podía oírse una canción, de melodía infantil y letra inconexa; mi visitante no había acudido solo a la cita, pero su compañero había preferido quedarse abajo, en la calle, jugando, esperando, ignorando los compromisos e incluso las mínimas normas de educación y decoro. No había sido tan mala idea; quién sabe las gamberradas que podría haber cometido.
―A él no parece molestarle ese color ―respondí. Creí que la alegría espontánea y breve estaría reñida con el dolor, con la decepción intensa y la traición de los sueños; por supuesto, me estaba equivocando otra vez, siempre, según ellos. Me habían salido respondones, clientes obstinados e insatisfechos en busca del libro de reclamaciones.
―Le importa, pero finge; a veces se olvida, y yo debo recordárselo, no me lo tenga usted en cuenta, don Floren. ―El diminutivo ya era demasiado; sin embargo, me contuve: sabía perfectamente de lo que eran capaces, los dos juntos o por separado, así como de su falta de remordimientos y reparos para algunos delitos menores.
De repente, casi de milagro, la bola blanca y peluda del conejo salió corriendo de mi habitación y llegó rodando hasta el cuarto de estar, derribando objetos, causando un estrépito blando y el asombro, acaso el miedo, de mi visitante, siempre tan nervioso y cabal. De un salto explosivo el conejo se plantó en su regazo.
―Usted perdone ―le dije, divertido, casi contento por la interrupción y su estupor―; es un recuerdo, y desde hace tiempo forma parte de la familia. (Vivo solo, claro está.)
―Imagino que regalo de una señorita de París ―dijo aquel individuo, cuya perspicacia igualaba a su maldad―. No debería aferrarse a estas supercherías, por suaves que sean. ―Acarició al conejo de un modo extraño, obsceno, tal vez criminal. El bicho no se revolvió ni sintió miedo: estaba encantado con esas manos que parecían de mentira, que probablemente lo eran; yo así las había imaginado siempre, incluso aquella misma mañana.
Lentamente, sin que yo pudiera impedirlo ni remediarlo, el fama se levantó, abrió la ventana, lanzó un silbido y dejó caer el animal, que debió de aterrizar en brazos de su compañero, que no paró de cantar en todo momento; al cronopio no pareció extrañarle aquel obsequio inusitado, que a partir de ahora sería de su propiedad y cuidaría con exagerado mimo de madre primeriza. Quizá le enseñaría a cantar, y no pararía hasta conseguirlo; yo ya sabía cómo eran, y por ese motivo debían ser verdes, aunque les molestara.
Quise protestar, demostrar mi dominio de las palabras y la fuerza de mis derechos; sin embargo, antes de que pudiera abrir la boca, volví a estar solo en mi apartamento de soltero, rodeado de mis libros, mi trompeta y mis papeles. Ni siquiera tuve ganas de asomarme a la ventana para observar su huida, para cerciorarme de su complicidad. La entrevista había durado exactamente quince minutos. Mañana mismo, sin falta, compraría un gato, el más suave de todos.
Por Fernando García Maroto.
Me gustó mucho tu abordaje! Yo fui a lugares similares pero por caminos diferentes. Cuando lo suban al blog, te invito a leerlo. Felicidades!!!
Muy agradecido por la lectura y sus palabras.
Leeré con atención, como acostumbro.
Un saludo.