Me agarré fuerte en el baile de después,
pero, sinceramente, creía que eras otra.
La niña que ya no alimentaba a la tortuga.
Sé que no piensas en ello muy a menudo.
La infancia había sido un atraco de carnaval,
de salas de fiesta en ruinas, de disfraces baratos,
leyendo Las inclemencias de Mallory una y otra vez.
Tragando más agua de la que puedes contar con los dedos.
Como llevarte en un furgón blindado la noche crema,
los collares de perlas falsas y el llanto de rigor,
mientras tú y yo hacíamos el tonto por la calle.
Mucho más fácil eso que empeñarse en decir no,
o gritarnos el uno al otro las consignas,
todo para no oír esa maldita música.
Desprecio por ello los cruceros fluviales,
los termómetros de mercurio en llamas,
el abrazo falso del tétanos, un punto más grosero.
Por eso le caigo bien a ese nuevo plancton.
El que me presentaste, el bailarín. El muy bailarín.
Por Davor Bohórquez.