Marta, la rubia, no sabría explicar cómo la situación llegó a aquel extremo. No solía pasarle a menudo eso de perder los estribos de tal manera que no fuese consciente de sí misma, de lo que estaba haciendo, del mundo a su alrededor, hasta que, minutos después, recuperada la calma, pasada la furia irrefrenable, insospechada en aquel cuerpo pequeño, casi diminuto, todo volvía a la normalidad, y ella se encontraba a sí misma con un vacío en su mente de un par de minutos.
Los que la conocían de siempre habían aprendido, a base de la experiencia, a no hacerla enfadar, conscientes de que el mismísimo Bruce Banner huiría con el rabo entre las piernas si enfadaba a Marta, la rubia, y esta entraba en cólera. Pero, claro, no todos la conocían de siempre. Como Thomas. El pobre Thomas, ¿quién le mandaría ser tan estúpido?
«Santa Claus no existe», le dijo a mediados de diciembre, antes de salir juntos camino del centro a ver las luces navideñas que adornaban las calles, pasear entre la muchedumbre y comerse un paquete de castañas. «¡¡Eso es mentira!!», le había dicho ella. Y salió corriendo hasta la cocina. «¿Cómo puede una chica de tu edad ser tan tonta y creer en semejantes memeces de críos?» A ella se le iban a salir los ojos de las órbitas. No podía creer lo que le estaba diciendo. Él, en quien confiaba, a pesar de no hacer demasiado tiempo que lo conocía, precisamente él. Y se ofuscó, su visión se nubló, y la conciencia se desconectó de su cuerpo.
Él vio volar varios objetos hacia su cabeza, que giraba, a un lado y otro, arriba y abajo, tratando de esquivarlos, mientras se reía y ella gritaba insultos que iban aumentando en su intensidad. Hasta que pudo levantar la cabeza y ver como ella corría hacia donde estaba con una tableta de turrón del duro en la mano en alto, los dientes apretados y los ojos enviando rayos.
Cuando minutos después ella recuperó la visión de sí misma, encontró al chico en el suelo. Marta, la rubia, la chica que aunque superaba el cuarto de siglo seguía creyendo en hadas, gnomos, el ratoncito Pérez y ese ser obeso que vivía en el Polo Norte y traía regalos la noche antes de Navidad, empezó a preocuparse. Santa Claus lo veía todo, y aquello podía hacer que su número de regalos se viese seriamente mermado.
Preocupada, sin saber cómo había podido llegar a aquello, temerosa de que avisar a alguien pudiese jugar en su contra, buscando una solución, empezó a masticar la tableta de turrón inconscientemente. La mezcla de la sangre del chico con la miel y la almendra de la tableta le daba a esta un sabor realmente exquisito.
Por Juan Antonio Hidalgo.