-Yo mismo le traje la cena anoche. Acabé mi turno y me pasé, como siempre, por cada habitación-dijo el guardia de seguridad.
El comisario asintió.
-¿Así la encontró?
-Sí, todo está como cuando entré.
En posición fetal, desnuda, con las piernas y los brazos arañados, se mostraba el cadáver de una mujer de mediana edad, extremadamente delgada y con claros signos de deterioro físico. Los ojos aún estaban vueltos del revés, y de la boca emanaba un hilo de saliva ensangrentada.
-¿Qué tiene en los labios? Parece…
-Si, es tanza, cosida por ella misma, suponemos -dijo otro miembro del centro penitenciario.
Lo avisaron el día de Navidad a última hora. Todavía tenía revuelto el estómago y la cabeza parecía que le iba a estallar.
-Comisario, tiene que venir y ver esto -le dijo el forense por teléfono.
Una vez allí, y con el cuerpo de la mujer aireado, se sintió peor.
-Le hemos abierto la boca. Efectivamente es tanza. La de pescar. Y hemos encontrado esto.-El comisario tomó el cuenco de metal donde reposaban restos de una mezcla blanquecina, entre blanda y dura, pastosa.
-¿Qué es?
– Turrón. Del de toda la vida. También tenía en las fosas nasales. Pero no solo había eso. Al fondo de la garganta tenía una nota minúscula. -El hombre la extendió al comisario y ambos vieron en el otro la fatiga de un trabajo como aquel.
«Mañana estaré muerta. Lo habré logrado. Bendita Navidad».
Al final dos huellas dactilares tintadas con sangre. Y el primer signo de interrogación dibujado en una esquina.
– ¿Y sabe qué? Mire. -Vio como tomó la muñeca de la víctima y le señaló un tatuaje. Era también una interrogación. La que cierra una pregunta.
Por Marissa Greco Sanabria.