La soledad era esto, Fernando, y quien diga lo contrario, que venga aquí a discutírmelo. Porque que estamos solos lo ve todo el mundo, todos se hacen partícipes de este no-estar-acompañados tan evidente, tan fácil de pronunciar, s-o-l-o-s, cinco letras, hasta la cría del piso de abajo sabe lo que significa y todavía no ha entrado en preescolar. Todavía no lee y ya le explicaron lo que quiere decir esta cosa tan bárbara que es la soledad; no hace falta buscar el término en el diccionario, porque todo niño dice alguna vez «estoy solito», aunque su soledad sea una pequeñita y en minúsculas comparada con la nuestra, Fernando, con la nuestra que es una Soledad en mayúsculas y con las esquinas puntiagudas de ese magnífico afilador que es el tiempo.
Y estamos Solitos y nos da casi vergüenza admitirlo, como si fuera un secreto o el silencio no hubiera ido chismorreando sobre nosotros con todos los vecinos del barrio, qué tontería, como si el salir de vez en cuando a comprar el pan maquillara este pellizco en el pecho con colorete rosa, este pellizco que nunca se va y que poco a poco se agarra a los recuerdos y los devora, triturándolos con las muelas de las Horas, reduciéndolos a pura melancolía, haciendo pedazos los años, dejándolos-dejándonos tirados por el suelo como muñecos rotos; tantos días tiernos reducidos a polvo acumulado, porque en eso nos hemos convertido, mi amor, en coleccionistas de humo, reyes de las cenizas, grandísimos soberanos de la nada.
Pero qué alivio que tú ya no te acuerdes de nada, Fernando, también yo deseo ahora –fíjate, con lo que te lloré durante años- ese olvido tuyo que no quieres compartir conmigo. Sin embargo, me dejas Sola en esta incertidumbre infinita de no tener a nadie, en este callarse del Todo, en este silencio absoluto del Universo que da ganas de gritar. Me dejas Sola con este vacío y una inmensa maleta de recuerdos que son todos tuyos y también todos tú, que ya no estás tan aquí como en la memoria de esta vieja nostálgica, que respiras y de vez en cuando incluso abres los ojos, pero ya no me miras como antes, ya no me ves como antes, porque esa mirada terrible traspasa el cuerpo y el espíritu para fijarse en algo que hay más allá y que no puedo tocar ni ver ni sentir, y esta angustia es peor que todas las otras juntas; y es que es la angustia del saber que estás y no estás, del parpadeo del alma –que a veces estira el cuello entre tus sombras y sale a saludar tras un esbozo de sonrisa-, del verte yéndote muy lentito, a paso de tortuga, como si quisieras que te acompañara a tus tierras de vaho, pero nunca me dejaras darte la mano, tú también tan Solo. Hay cosas que no se pueden perdonar, Fernando, y el marcharse sin decir adiós está entre ellas.
Porque qué queda de mí ahora sino estas arrugas que esconden tantas historias entre sus pliegues, sino esta cabeza cana y casi calva, blanca como la nieve que está cayendo -¿la ves por la ventana?-, albina y sin teñir, porque estos brazos ya no valen para nada, cariño, ya no sirven para nada.
Y pasará otra Nochebuena más sin que pongamos el árbol ni las luces, sin que juntos coloquemos cada figurita del belén en su lugar, sin que discutamos sobre qué turrón les pondremos a los niños que ya crecieron y volaron lejos, tan lejos; y ahora recuerdo lo poco que me gustaba discutir contigo, Fernando, tú, que siempre querías darles turrón del blando y yo que lo quería reservar para las visitas de rigor («ese les encanta», decías, «dáselo a los niños, el turrón del duro es para los viejos», y entonces te reías con tu risa de hombre grande, como si hubieras hecho una increíble broma privada que hasta ahora no he comprendido).
Pero qué no daría yo por empezar de nuevo, como dice la canción, por volver a pelearnos, no a gritos, como las otras parejas, sino a mutismo resentido, eso que se nos daba tan bien, ¿recuerdas?: cada uno aislado en una esquina del piso hasta que por cualquier motivo absurdo el silencio acababa con un «¿a qué hora entras al trabajo mañana?» o «¿quieres que compre filetes de merluza para cenar?», excusas apenas forzadas, pretextos flojos y tímidos para romper el hielo. Y qué no daría yo ahora por una sonrisa de aquellas de fin de asalto y de darnos la paz sin decir nada, una tregua acordada con la complicidad de quienes no necesitan palabras para hablarse.
Ya ves que no pretendo imaginarme cenas de aniversario, ni salidas al cine, ni sentarnos a leer juntos o darnos la mano (rituales de tantas parejas que, como todas, creímos hacer únicos, insertándolos en esa infinita repetición de instantes compartidos en la memoria colectiva). Ni siquiera que me llames. No, no busco que me llames. Pido menos, me conformo con menos, con solo una sonrisa, Fernando; no soy ambiciosa, pero creo que sesenta años de matrimonio bien merecen al menos un gesto. Si no quieres, si te molesta, no abras los ojos ni te incorpores en la camilla, no hace falta; solo una sonrisa entre ese olvido tuyo que se te está llevando ante mis ojos (y creo que ya es un poco tarde para hacer de amante celosa del tiempo, pero no puedo evitarlo), que te va engullendo de la cabeza a los pies día a día, poco a poco, tierno como un amante adolescente o duro como el abrazo de una boa, todo depende de cómo se mire –pero yo me decantaría por lo segundo-. Solo una sonrisa que se asome entre tus brumas y tus nieblas, allá por las cumbres altas de tu memoria solitaria y romántica, perezosa caminante sobre tu mar de nubes. Solo una sonrisa de «estoy aquí», que me diga que aún no me has abandonado ante esta Soledad cada vez más mía y menos nuestra, Fernando, porque te siento lejos, muy lejos, te me resbalas como si estuvieras hecho de agua y jamás pudiera cubrir tus brazos de espuma en la orilla; mírate, te hiciste océano sin moverte del sitio, y yo ya no puedo alcanzar cada ola tuya como antes, ya no nado entre tus corrientes, ya te volviste infinito e inhumano, y para esta triste vieja se ha hecho complicado perseguir ese azul tan sin término que ostentas por patria y bandera.
Así que cada vez iré sintiendo menos y recordando más, como dijo alguno; cada vez me haré más un fantasma digno de anuncio de lotería de Navidad o de aquella ancianita de las palomas, esa de Mary Poppins que pedía fría y sola, tan sola a las puertas de una Catedral, compreustedmigasdepan, probablemente deshecha en recuerdos, ella también encerrada en su bola de nieve. Cada vez me iré yendo un poco más hacia ese otro mundo tan contrario a tu inmensa laguna vacía, Fernando, cada vez seré menos yo y más un reflejo de mí misma. Y sé que no tendremos valor para llamar a la policía, como hizo aquella pareja de ochenta que no pudo soportar las ausencias, ¿los recuerdas pidiendo socorro en su soledad?, las peores víctimas son las del tiempo, y qué pena nos dio, qué lástima de vejez, pensamos. Y sé que no nos atreveremos a decir «estamos Solitos», como lo dicen sin miedo los niños, como lo grita este silencio sin nombre. Y sé que esta será otra Nochebuena a tu lado, que ya no eres más que un recuerdo melancólico, un fantasma, una sombra, aquella que se reía a carcajadas de una broma privada que ahora sí comprendo. Porque ahora sí, Fernando, ahora nos toca a nosotros. Y ya solo nos queda turrón del duro.
Por Irene Reyes Noguerol.
Es maravilloso, tierno y duro a la vez, como el turrón…me ha encantado y hecho llorar. Sigue escribiendo así y no nos dejes solos sin tus letras nunca.
Muchísimas gracias.
Mucho ritmo y cosas como “días tiernos reducidos a polvo acumulado”. Me gusta.
Muchísimas gracias.