A cada paso que daba me costaba más seguir la marcha. Los pies se me hundían en el lodazal; me pesaban las botas, los pantalones y la enorme carga que acarreaba a la espalda. Llevaba semanas caminando en aquella ciénaga de aguas estancadas, arenas movedizas y fango. A lo lejos, suntuosos edificios en ruinas parecían resistirse al paso del tiempo, recuerdos de un pasado glorioso del que los habitantes del presente no guardan memoria. Mis únicos compañeros de viaje eran las misteriosas aves que gruñían a lo lejos y que se alimentaban de peces, lagartijas e insectos y de cadáveres de los que se aventuraban a pasear por aquellos lares y no concluían felizmente su viaje. Reconozco que yo mismo pude ser uno de ellos. Sin embargo, hacía tres jornadas que, por fin, había encontrado indicios de que me hallaba en el camino correcto.
Distinguí luces a lo lejos. Aminoré la marcha, cuidándome de no hacer ruido. Por suerte, el sendero, si podía llamar así a ese suelo que se derretía varios centímetros cuando daba un paso, discurría en una vieja arboleda que, aún muerta y ennegrecida por los efluvios de la ciénaga, conseguía proporcionar cobijo y discreción a mi llegada. Las luces se iban definiendo mientras me aproximaba. Cuando lo tuve a la vista pude comprobar lo que decían las leyendas. Aquel sitio parecía ser lo que había sido durante siglos: un templo de piedra oscura, techos abombados, contrafuertes en forma de arcos puntiagudos y vidrieras finamente decoradas. Gran parte de la estructura estaba derruida, aunque la pared que miraba a mi sendero se encontraba en mejores condiciones.
Oí un ruido. Algo se acercaba. Me escondí detrás de una roca. Por una rendija vi un gigante de más de tres metros caminando encorvado y apoyándose en sus enormes brazos. Sus músculos eran tan grandes que parecían montañas. Llevaba un mazo de cristal de piedra, un instrumento robusto y contundente que suelen usar los habitantes de las cuevas de las Colinas Heladas. Pasó por delante sin reparar en mi presencia. Dobló en una esquina y penetró en la iglesia. Desde mi posición no pude ver qué ocurría, pero del interior escuché lo que sin duda eran gritos de júbilo que acogían al recién llegado. Los asistentes a la ceremonia estaban extasiados. En un determinado momento, el templo entero se calló al unísono. Por un instante pensé que había sido presa de un encantamiento. Sin embargo, un susurro gutural cobró vida, como si cientos de gargantas contuvieran a duras penas la expectación. El murmullo fue en aumento. De repente se escuchó un grito que ascendió sobre las demás voces, un aullido áspero y agudo que me heló la sangre. En seguida, «¡POOM!», un impacto retumbó en la ciénaga e hizo que se callaran los grillos y que algunos peces mutantes emprendieran el vuelo. Las voces en el interior sonaron, primero a decepción, y después a burla. El gigante había había fracasado en su intento.
Era mi momento. Debía levantarme y enfrentarme a la prueba. Llevaba meses listo y decidido a probar suerte, pero, aun así, no pude moverme. Tenía miedo, y el espectral poder de aquel sitio no ayudaba; los efluvios nauseabundos que subían de la ciénaga parecían fantasmas; si los mirabas con detenimiento, llegabas a pensar que tenían rostros, ojos, bocas, narices y dientes y las muecas propias de los moribundos. Tuve que hacer un esfuerzo titánico por levantarme y encaminarme a la entrada. Mientras lo hacía, pensé en las leyendas que circulaban de aquel sitio. Si era cierto lo que decían, hubo un día en el que estas tierras fueron testigo de una legendaria batalla repleta de magias arcanas y explosiones brillantes en la noche. De hecho, en mi camino hacia aquel templo tuve que cruzarme con huesos y despojos repugnantes de soldados muertos que aparecían de vez en cuando junto a sus espadas, lanzas, yelmos y armaduras, cuyas inscripciones y emblemas dejaron de tener significado hace siglos. Quienes libraron aquella carnicería lo hicieron para ser olvidados.
Llegué a la puerta. Mi corazón iba a estallar de pánico. Recordé las palabras de mi maestro, pronunciadas años atrás, durante mi entrenamiento: «Solo uno será el elegido y, pequeño, puede que seas tú. No eres fuerte, eso lo sabes. Tampoco eres muy inteligente. Tus músculos y tu cerebro no dan para mucho. Lo único que tienes es esto. Las inscripciones que revelan las excavaciones indican que su nombre fue Coca-Cola. Es una poción que realizaban los hombres en los tiempos en los que dominaban la Tierra. No sabemos para qué la usaban, pero nuestros estudios indican que disuelve el óxido más incrustado en una barra de acero. Te la entrego. Úsala con inteligencia. Bueno, no, de eso no tienes. En fin, que tengas suerte».
Respiré hondo. Abrí la puerta. El hedor de allí dentro era pestilente, peor si cabe que el de la ciénaga. Aquellos seres eran inmundos, y probablemente hacía días que no se movían de sus sitios ni siquiera para ir al retrete. Cientos de ojos se volvieron a donde me encontraba. Me armé de valor. Caminé de frente. Sentía las miradas de aquellas criaturas clavadas en mi rostro. Mutantes de todos los tipos que pueda imaginarse; seres de dos brazos, de cuatro, de seis, de ocho; entes de dos y tres cabezas; gigantes altos como edificios y enanos que a duras penas llegaban a mis rodillas; ojos compuestos, manos de decenas de dedos, pies palmípedos, garras afiladas, penes titánicos y un sinfín de atributos monstruosos productos de la radiación de las guerras de antaño. Llegué al altar. Subí los escalones de espaldas al público. Temblé de pánico mientras me giraba. Aquel auditorio me escrutaba en silencio. Ante mí, en el altar de piedra marmórea, se encontraba el Objeto; el mismo que tantos habían intentado destruir durante siglos sin lograrlo. Durante cuatrocientos años había estado colocado exactamente en ese mismo lugar. El envoltorio que lo rodeaba había sido tema de especulación y debates desde su descubrimiento. Lo único que se tenía a ciencia cierta era que hablaba de una fecha, un 1880 de una cierta era arcaica, de una cualidad, «duro», y una extraña inscripción, «tur – rón».
Recitando las palabras mágicas, descargué los diez recipientes de esa extraña pócima sobre el Objeto. Un líquido burbujeante y obscuro resbaló por los laterales del atril y se esparció por el suelo. Algunos de aquellos mutantes recularon para no pisarlo. Pude ver en sus caras una mueca de terror ante el olor dulzón que acompañaba al borboteo. Esperé. No sé cuánto fue, pero, al menos para mí, fue una eternidad. Poco a poco, y ante mi asombro, fui percibiendo que aquel líquido estaba carcomiendo esa tableta blanca con pedrería marrón en su interior. Excitado, saqué el mazo que adquirí a unos mercaderes. No era especialmente poderoso, pero mi maestro me aseguró que, si seguía las indicaciones, debía bastarme. Lo elevé en el aire, respiré profundo, conté hasta tres y lo descargué sobre aquella cosa con toda la fuerza de que fui capaz. Increíblemente, saltó en mil pedazos, y sus piezas se diseminaron por la estancia.
Durante un instante, pareció que el tiempo se detuvo allí dentro. Los presentes no podían creer lo que veían. Habían pasado cuatro siglos desde que el Oráculo lo había profetizado: «Alguien más pequeño que nosotros, venido de tierras lejanas, será capaz de romper el hechizo y hacer que probemos el Sagrado Manjar que nos legaron los Ancestros».
Me agaché. Cogí un trozo. Me lo metí en la boca y lo saboreé. Sabía a almendras. Nada de particular. «Qué decepción», fue lo que pensé.
Por Ignacio Moreno Flores.