Despertó con el inicio de un grito en la garganta, la cara desfigurada de terror, el pecho empapado en sudor. Notaba las pulsaciones en el cerebro, un ruido sordo que le taponaba los oídos; un gran contraste con el silencio y la oscuridad de la noche. Poco a poco, se fue tranquilizando y su respiración volvió a la normalidad. «Te has salvado, has escapado, estás a salvo», se repetía calladamente una y otra vez.
Era la época del turrón. Del turrón del rico. Pero en aquella tierra salvaje, en la otra parte del mundo, el frío no llegaba, como tampoco el turrón. Y él, a diferencia del dulce, no volvería a casa por Navidad. Y aunque estas palabras puedan sonar como un reclamo, nada tienen de lamento, aquella tierra selvática hacía ya tiempo que se había convertido en su hogar, y nada podría cambiarlo.
Saint Laurent du Maroni. Tan solo su nombre y el peso de la maldición que esta ciudad había supuesto para tantos en el pasado, daba escalofríos. Aunque no había sido así para él al principio. La vida lo había enviado allí para demostrarle los mejores amaneceres, para enseñarle que la lluvia verdadera cae con fuerza, salpicando el barro sobre las plantas, para hacerle ver que los pueblos no tienen fronteras sino que son los gobiernos, así como para permitirle probar frutos desconocidos, y sus jugos, y las texturas de sus árboles.
Émilien había aterrizado en la Guayana hacía siete largos años, siete años que para él se hacían más bien cortos. Recordaba el día en que llegó, a las 15:51 de la tarde, en un avión directo desde París. ¿Cómo olvidarlo, en realidad? ¿Cómo olvidar su primera imagen de la selva virgen, vista desde el cielo, desde la ventanilla de aquel Airbus 161? La pura imagen del infinito: madera y verdor en forma de árboles hasta donde alcanza la vista; el límite: el horizonte. La vista de una serpiente de agua color amazonas le da un vuelco al corazón, pues la energía de la naturaleza llega directa hasta su asiento de avión. Aquellos siete años le habían brindado la tranquilidad de una incipiente vejez, aunque la vida en la naturaleza también le había permitido reencontrarse con su lado más joven y fuerte.
Claro que la vida allí tampoco había resultado fácil. Ahora entendía que cuando llegó a Saint Laurent, su mente había filtrado la realidad mostrando una imagen de colores fuertes, en la cual los problemas quedaban a contraluz, tan potente era el sol de aquel punto del globo. La realidad es que había llegado a la Amazonía para escapar de una vida donde el dinero era el bien más preciado. Nada más llegar buscó un terreno donde poder construir su casa, en plena natura, una casa que no era en realidad sino una estructura de madera completamente abierta a la selva, integrada en ella. Cerca, el río, frontera natural entre aquella alejada parte de Francia y Surinam, un país pobre y caótico pero igualmente bello. Claro que al llegar a la Guayana no se dio cuenta de que su huida no había hecho más que comenzar. Se trataba, a decir verdad, de una primera etapa de escape, la de abandonar su trabajo, a su familia y amigos para vivir en plena conexión con la tierra, en un poblado indígena donde le mostraron el arte del saber hacer, de la artesanía, donde le contaron la historia de sus ancestros y lo acogieron como a uno más. La segunda etapa de su huida, aquella de la renuncia absoluta, comenzó con un desagradable incidente.
Estaba en el puesto de la señora Renate, comprando maracuyá, como cada sábado de mercado. Recogía su bolsa de fruta cuando un chico se paró a su lado. Era negro color África y sus ojos tenían la forma de dos almendras inmensas, rodeadas por pestañas infinitas. Hacía ya tiempo que se había acostumbrado a la belleza de las personas de allí, descendientes de antiguos esclavos de todas las partes y tribus africanas. Sin embargo, la mirada de aquel chico le atravesó el pecho y le cortó el aliento.
«Fai go? ¿Todo bien?», le preguntó en la lengua de allí. «Safi Safi», Respondió el chico de ojos avellanas. «Me llamo Émilien. ¿Te importa si camino a tu lado durante el resto de tus compras?»
Así de sencillo fue el encuentro. El beso que selló definitivamente su amistad no tuvo lugar hasta dos años más tarde. Dos años es mucho, pero el tiempo tiene la cualidad de ser flexible y de alargarse y acortarse por capricho. Dos años es mucho tiempo, pero a Émilien se le hicieron cortos tan inmerso estaba en aquella mirada almendrada, en aquellas manos que tocaban el djembe con una fuerza terrenal y controlada, en aquella voz que entonaba los cantos de sus ancestros junto al fuego del pueblo en los días festivos. Pero si dos años se le hicieron cortos, los dos meses que pasó junto a Ñeme le parecían ahora un instante.
La segunda etapa de su huida, aquella de la renuncia absoluta, comenzó con un desagradable incidente.
Émilien había salido a pescar temprano en la mañana. Estaba contento pues sabía que Ñeme iría a comer y que podrían pasar la tarde en la hamaca, leyendo, reposando, acariciándose. Fue una buena pesca, pues en tan solo dos horas consiguió hacerse con dos buenas piezas de acupa. Era una mañana hermosa del mes de septiembre y a pesar de ser la estación seca, aquel día no se presentaba especialmente caluroso. Tal y como se hizo con el segundo ejemplar, recogió el material y tomó la piragua para volver a casa, aunque antes de ello se regaló algunos minutos para nadar en el río. Siempre se arrepentiría de aquella decisión.
Las imágenes de lo que se encontró al llegar a casa lo perseguirían durante el resto de su vida. Las moscas llenaban la hamaca, cuyo color anaranjado quedaría perdido para siempre. El olor. Nunca olvidaría aquel olor. Férreo. Ácido. Intenso. Y se habían encargado de dejarle claro el porqué. Cinco fotografías que mostraban la belleza intacta de los recuerdos de lo que construyeron en aquellos dos meses. De sus cuerpos, desnudos, entrelazados, fundidos sus dos colores. Pero ni siquiera las fotografías podrían quedarse como prueba de una utopía hecha realidad: una enorme cruz roja las tachaba de extremo a extremo. Las lágrimas y la rabia, ciega, habían deteriorado el papel.
La segunda etapa de su huida, aquella de la renuncia absoluta, dio comienzo aquel mismo día. Un escape absoluto del mundo que le rodeaba, una búsqueda por replegarse en su dolor, en la belleza, en el pasado. Toda una vida que giraría en torno a dos meses de felicidad real. Nunca entendió por qué fue a él al que le perdonaron la vida. Nunca lo entendería. Pero fue al salvarlo a él que lo condenaron a vivir, y quién sabe si quizás aquella no había sido su mayor maldición.
St. Laurent, 19 de noviembre.
Por Carmen Arjona.
Me ha impresinado, vaya que sí. Me habían comentado algo sobre esta mujer.