Javier era el chico más guapo del instituto. Lo tenía todo: altura, porte, una sonrisa que te derretía, desparpajo, mirada de póster publicitario y una inteligencia creadora de sueños. Además la dulzura aparecía allí donde anduviera él. Todas estábamos locas por sus huesos. Sin embargo, Javier me eligió. Si multiplicamos el número de chicas por curso y letra, más las que estaban, en tropel, por otros lados, esperando un beso suyo, podrían ser cincuenta o sesenta adolescentes soñando cada noche con el tacto de aquella barbilla cuadrada y aquel olor a sal y algas que perfumaba su pelo. Pero solo yo, nada más que yo, tenía acceso a ese paraíso, al edén de sus labios carnosos y a las caricias encendidas las tardes de invierno en la biblioteca.
Todo eso un buen día cambió. A mediados de diciembre llegó ella. Macarena. Era morena, de pelo largo y brillante, segura de sí misma, conocedora de temas trascendentales, ojos pequeños pero vivos, manos de artista. Un bombón. El profesor de música, sin comerlo ni beberlo, la puso a mi lado en clase. ¡Cómo odié a ese hombre a partir de entonces!
Ella tenía un poder, el poder de eclipsar a quien estuviera a su vera. Lo hizo conmigo. De la noche a la mañana, me volví invisible, inexistente, una nada humana. sin criterio ni belleza. A los dieciséis años que te pase eso es lo peor de lo peor. Para colmo, a Macarena se le antojó Javier. Y digo se le antojó porque ella se movía por impulsos y esos resortes eran la envidia y una clase de malicia que maquillaba tan bien como sus ojos.
-No sé cómo llegué a ese extremo, de verdad, don Luis.
-Hombre, señorita Gómez, es un despropósito. No esperaba eso de usted. Tan tranquila y pacífica. ¿Cómo se le pudo ocurrir semejante salvajada?
-Ya habían pasado dos meses desde la llegada de Macarena. Ella se acercaba más y más a Javier y él se alejaba más y más de mí. Cada día, en clase, veía cómo ponía en los cuadernos, en los libros, en la mesa,… el nombre de mi chico. No podía permitirlo. Me moría de celos.
Don Luis me miraba atónito. No daba crédito.
– Y como un relámpago se me cruzó esa idea por la cabeza. Iba a tomar apuntes, y cogí el lápiz para sacarle punta. Por el rabillo del ojo seguía cada movimiento de ella. Los corazones a boli rojo, las iniciales con letras de enredadera, las poesías ñoñas. No podía más. Cuanto más la miraba más afilaba el lápiz, y cuanto más puntiagudo se hacía, mayor era mi rabia. Vino solo. Mi mano trabajó por su cuenta. Cuando vine a saber, le había clavado el lápiz en la mano. Y la pobre dejó de hacer corazoncitos en el pupitre. La sangre lo manchó todo. ¿Qué otra cosa podía hacer, don Luis?
Por Marissa Greco Sanabria.