Lejos, en el lugar que dejaron atrás el pasado y la memoria, en un espacio pequeño, estrecho, poco poblado y frío, habitan aún los recuerdos de la infancia.
Viajo hoy hasta ese lugar para verme a mí mismo, al que fui, al que me cuesta reconocer y junto a mí, en la fotografía que sostengo, que ahora miro y que me mira a su vez y teje un lazo de miradas que viajan a través del tiempo, lo veo también a él, a Domingo, mi brazo sobre su hombro, nuestra extrema delgadez, nuestra ropa de pobres, nuestro pelo demasiado largo a los once años, justo el año en el que nos tuvimos que despedir para siempre.
Domingo y yo, yo y Domingo, de niños siempre juntos, matando bichos, entortando gatos con varillas de paraguas, robando en casas deshabitadas por gente emigrada, escondidos en cámaras, subiendo a pajares, entrando en cuevas.
Nos juntó el pueblo, la escuela unitaria y nos separaron la vida, el inmenso mundo, las mujeres, los hijos, el paso incesante de los días.
Señorita. ¿Qué?. Domingo me ha quitado la goma. Domingo, devuélvele la goma a Ricardito, ¡ahora mismo!
La goma, el lápiz, la libreta, la cartera… Domingo tenía la costumbre de dejarme sin nada. Y sí, así me llamaban, Ricardito. Es lo que pasa por tener cara de no haber roto nunca un plato y ser huérfano.
¿Vosotros sois los que habéis entrado en la Casa del Pesebrero? Ya estáis copiando para el lunes quinientas veces «Nunca más entraré en casa de nadie».
Leve castigo, insignificante, de risa.
Lo voy a hacer con dos bolígrafos. ¿Como? Así, ¿ves? ¿Y se puede con tres? No sé, prueba tú.
Yo lo hice con dos, la letra ni se entendía. Vergüenza el lunes delante de todos, cuando la maestra mostró mi libreta a toda la clase, los garabatos. No me importó, allí estaban las quinientas frases escritas, puede que incluso más. Domingo, en cambio, ni siquiera lo había intentado. No llevó copiada ni una. Le dio igual. Me dijo que había probado a hacerlo con tres, pero que no le salía y que se cansó cuando llevaba unas pocas y lo dejó. Y se olvidó el castigo y su padre ni le pegó. Tampoco habíamos hecho tanto. El Pesebrero y su familia se habían ido con la ovejas a los pastos de invierno. Bebimos un poco de licor de una botella olvidada que encontramos en un mueble de la cocina, anduvimos por la casa, por las habitaciones, rompimos una figura hecha con palillos que imitaba a la Torre Eiffel, pero no nos llevamos nada esta vez. De otras, de las que no nos pillaron, sí nos habíamos llevado navajas, cerillas, cuerdas y cosas así. Lo que nos interesaba. Tampoco era tanto y había tantas casas vacías. La gente se había ido y a las casas abandonadas entraban las palomas, las arañas, los gatos… ¿Por qué no nosotros? A las paredes el tiempo, el viento, la nieve, el hielo, poco a poco, habían despojado de su revoco. ¡Las casas vacías, eran tan mudas! Era su silencio, su quietud lo que nos empujaba a entrar y era tan fácil. Solo había que saltar un muro, empujar una ventana, subir a un tejado. Y dentro, en todas las casas a las que entrábamos, aun en verano, hacía frío.
El verano, la época del tiempo detenido, de los días interminables que daban para todo, para beber a escondidas, fumar y para soñar un futuro que en nada se parece a este presente.
En verano, Domingo y yo nos bañábamos en el río, desnudos. De camino, por las huertas, robábamos garbanzos. ¡Qué viejo vicio en el campo! Lo hacíamos al ir, o al volver, hasta dejar el sembrado sin una mata. ¿Era robar? Estaban ahí plantadas, al lado del camino, bastaba con agacharse a cogerlas. Un pequeño tirón y la raíz poco profunda del arbusto aún verde, cedía. Un repizco al cascabito y directo a la boca la pequeña y tierna semilla, su dulce sabor. Robar, probar el dulce bocado, lamernos los dedos, impregnados de la amarga cera de la cápsula. Robar. Todos los niños del mundo deberían poder robar garbanzos. ¿Había placer semejante en aquellos veranos eternos? Para él y para mí, no.
Verano, los meses con la escuela cerrada, con el pueblo sin maestros.
Ningún maestro vivía en el pueblo. Todos venían de fuera cuando empezaba el curso en septiembre. Aunque sí había un maestro en el pueblo: José, al que todos llamaban «el maestro» pero que era carpintero.
El verano sin maestros y nosotros con nuestras plomeras del cinco y medio y de aire comprimido. Los verderones anidaban en la cruz de las ramas de los manzanos, por encima de nuestras cabezas. Poníamos el cañón debajo del nido cuando la hembra estaba incubando y apretábamos el gatillo: un revuelo de plumas, un reguerillo de sangre, el silencio. Una vez, ahorcamos un perro. Recuerdo que tenía garrapatas en las orejas.
Pero como todo, sin darnos cuenta, el verano también terminaba. Llegaban los días ventosos de finales de agosto, las tormentas, el granizo y ya estábamos otra vez sentados los dos juntos en el pupitre de madera, ante don Fernando, ante don Enrique, doña Ursula…, ante tantos maestros que pasaron distintos cada año. Ninguno repetía. ¿Quién iba a querer repetir allí? Decían que los mandaban al pueblo como castigo, en represalia por sus faltas cometidas en otros lugares, por su forma de pensar. Recuerdo a don Miguel. Ojos saltones, inyectados en sangre, casi calvo, sus manos nervudas, rojas, de piel transparente con manchas de nicotina. Todas las semanas se compraba un cepillo de dientes nuevo. Lo sé porque lo hacía en la única tienda que había en el pueblo, la de mis tíos, con los que yo vivía. Nunca entendí aquella manía. Después los tiraba por detrás de la escuela. Poco a poco fueron apareciendo cepillos de dientes usados. Al final del curso había tantos que casi cubrían el suelo.
De ser los mas pequeños cuando empezamos la escuela en primero, llegamos a ser los más grandes al terminar la primera etapa de la EGB. Tal y como un día se habían ido nuestros hermanos mayores, también nos tocó a nosotros partir. Habíamos acabado quinto, nos tocaba empezar sexto. Había que seguir estudiando fuera del pueblo.
¿Sabes qué se han dejado en el almacén de mis tíos? ¿Qué? Cinco cohetes de las fiestas, que no han tirado. ¿Y qué van a hacer con ellos? No lo sé. Yo por si acaso les he puestos unos sacos encima para que no se vean. Los podemos tirar nosotros, antes de irnos, si quieres. Vale, por mí…
A Domingo su padre lo llevaría a Valencia al día siguiente, a una universidad laboral. A mí me internarían en una escuela hogar.
Hicimos hora mirando estrellas fugaces, fumando, apurando los restos de una botella de 503 que Domingo había cogido de su casa, hasta que no quedó nadie despierto en el pueblo más que nosotros. Los cohetes seguían detrás de los sacos. Nos fuimos a una era que utilizaban para trillar, situada en un alto desde la que se divisaba todo el pueblo. Tres cohetes salieron disparados hacia el cielo y estallaron como estaba previsto. El cuarto y el quinto, por alguna extraña razón, no se comportaron igual. A Domingo, el cuarto le salió raso, en horizontal, y fue a empotrarse y explotar en una parva de cebada que tenían amontonada en un lado de la era preparada para trillar al día siguiente y que se incendió al instante. El mío, el quinto, describió una parábola y fue a colarse por una ventana abierta de la cámara de la casa de mis tíos en donde se guardaba un pequeño barril con pólvora para rellenar cartuchos de escopeta. Parte del tejado de la casa saltó por los aires. Por suerte, no murió nadie.
¿Qué, Ricar, —él siempre me llamaba así— cuánto crees que nos mandarán a copiar esta vez…?
Por Ricardo Muñoz Carrión.