Quieta. No se mueve ni un milímetro. No me muevo. Desde el otro extremo del escritorio me mira, la miro. Respiro. Me pesan los brazos, Mario debe pesar ya casi siete kilos. Si me muevo se despertará, y el ciclo comenzará. Empezará a llorar, tendré que levantarme, intentar calmarlo, pasear por toda la casa, colocarlo en el pecho de nuevo, cantarle la misma canción una y otra vez sin pausa, cambiar al otro pecho, dejar de andar, mecerlo pasando el peso de mi cuerpo de una pierna a otra, una y otra vez, sin dejar de cantar. Los ojos se me cierran, por momentos no sé si estoy dormida o despierta. Al menos él sigue durmiendo. Ella me mira de lejos, frotándose las manos. Afortunada ella que puede moverse. Me pica el cuello, me concentro en el la zona del picor, intento relajarla, imagino que el picor es de color amarillo y poco a poco se va borrando. Técnicas de visualización, menuda tontería, ahora creo que me pica más. Los brazos me pesan, me duele la espalda, y se me ha dormido una pierna. Lo de la pierna no parece tan complicado, solo tengo que levantar un poco el peso, intentar sacarla de debajo y estirarla, nada imposible, Mario se mueve. Ahora tengo todo el peso en la pierna dormida. Ella se acerca, como se pose sobre Mario lo despertará. Intentaré soplarle. No funciona, el aire apenas la roza. Maldita mosca. Quieta de nuevo. Las dos.
Quiero volver a la cama, tumbarme, pero si lo hago podría despertarse, no sé si puedo arriesgarme. Cierro los ojos, me imagino tumbada en la arena cálida, relajada, sin tensiones en todo el cuerpo, en silencio, solo escuchando el mar, no, mejor, flotando en el mar. Cuando era pequeña escuchaba esas cintas de relajación de mi madre, siempre había una nube blanca y cómoda. A lo mejor por eso siempre quiero que las sábanas sean blancas. Daría cualquier cosa por salir volando hasta una nube. Solo un ratito, luego volvería, lo prometo. Abro los ojos, allí sigue sobre la mesa, posada junto a los exámenes que aún tengo que corregir, las dos cara a cara. Deben ser más de las seis, apenas se oye ningún ruido de la calle, no consigo ver la ventana desde aquí pero creo que empieza a clarear. Siento que mis brazos y mi espalda son un bloque, ya ni siquiera me duelen. La cabeza va muy rápida, tengo hambre, si pudiera me comería una tostada francesa, de esas bañadas en leche y luego fritas, creo, en realidad no lo sé, nunca las he probado, pero he visto fotos en las que tienen muy buena pinta. Como se acerque más la aplasto, un golpe rápido y listo, adiós muy buenas. Ya está bien de pavonearse delante de mí, moviéndose cada vez que le apetece, mientras yo aquí, inmóvil, intento no hacer ningún ruido, pero qué se habrá creído. Como se ponga encima del niño la mato, está claro, lo que faltaba, encima de lo que estoy aguantando, para que venga una maldita mosca a despertarlo. Venga, ven si atreves, que te vas a enterar. Llevo media noche despierta para que encima vengas tú a regodearte, te voy a enseñar yo… se ha ido. Volando. No está. Lo que daría yo por salir volando, solo un rato, luego vuelvo, lo prometo. Cierro los ojos. Quieta de nuevo.
Por Elena Escudier.