Día largo, cansador. Estuve acarreando libros pesados de un lado a otro de la ciudad en mi mochila negra, deseando que llegase pronto la tardecita, la puesta de sol y pudiera entrar al seminario de los martes. Montevideo respiraba su cansancio sobre mi espalda, sus sábanas pesadas de humo, la mirada estática de mil gusanos. Sabía que, una vez en el salón, descansaría de ambas cargas y podría entretener mi atención en digresiones teóricas. No me agotaba pensar, nunca lo ha hecho. Encuentro en esas discusiones una estética, un goce ameno, el hipnotismo abrazador de las palabras.
Llegué, como siempre, sobre la hora; pero no me negué el cigarro en la puerta. Veía por los resquicios de las aberturas, la que daba a la calle y la del salón, que el profesor aún no se había sentado y ordenaba algunos libros sobre el escritorio y una serie de relojes de arena vacíos; tenía tiempo. Mis piernas dibujaban un vaivén en el suelo y, bajo los pies, escuchaba el sonido a huesos triturados de las hojas secas de los plátanos. El aire era el colchón donde se mezclaban el olor a humo del tabaco, la humedad que llenaba de vida las juntas de las baldosas de la vereda y el olor a pan viejo y mohoso del almacén muerto de la esquina.
Arrojé lejos el cigarro, vigilando que no aterrizara sobre ninguna hoja, entré y me senté. Aún sentía el olor del humo que había impregnado mi ropa; no quiero incomodar a nadie –pensé–. Luego noté, o al menos así lo creí yo, que a la chica sentada a mi derecha le había gustado el olor. Me miraba de reojo y acercaba su cabeza, y con ella, claro, su nariz. Uno nunca sabe cuáles son los perfumes que pueden seducir. No quería mirarla directamente, temía que se avergonzara o simplemente se diluyera su imagen como un fundido a negro o una estatua de cera al sol, que eso redundara en una tristeza infinita y en un congelamiento de mi mirada.
El profesor comenzó a discutir sobre la obra de Felisberto Hernández y ciertas atopías de su literatura. De estos temas, alimentaba mis pocas fuerzas para mantenerme despierto, de ahí, y de la incomodidad de los asientos, que tienen esa tablilla para apoyar los cuadernos y se me enterraban siempre entre las costillas flotantes y las fijas, no dejándome siquiera respirar en paz. No deseaba fruncir el ceño demasiado, transformar un gesto de interés, que pudiera continuar capturando a mi compañera, en uno de dolor y desagrado.
Yo me encontraba sentado contra la pared, a la izquierda del seminarista, alejado de él por lo menos dos metros. Lo escuchaba hablar con calma, modulando la voz, generando un efecto de simulacro, una pantomima finamente articulada. Se paseaba, no sin estilo, de un lado a otro del escritorio, de Todorov a Barrenechea, de un libro al que estaba debajo, de Barrenechea a Campra, de un reloj de arena vacío a otro manchado de grasa, de Campra nuevamente a Todorov. Me encontraba atento a lo que decía y, a la vez, atento a la joven que estaba a mi lado, en particular a las ondas de sus cabellos amelazados y a las voluptuosidades de sus apuntes. Veía, apenas, como la punta de su nariz se movía nerviosa hacia mí, como tanteando el aire, como hacen las ratas al encontrarse con un nuevo trozo de cartón, pero sin tanta belleza. Yo buscaba extraer el aire que podía haber quedado en el fondo de mis pulmones, con la esperanza de que algo del olor del humo siguiera agazapado ahí, pero el peso del aire superficial no me permitía alimentar ese hambre y temía que aquellas fosas buscaran nuevos olores en otro lado.
La voz del profesor abordaba el asunto del problema, de la vacilación en la literatura fantástica. Su voz se detenía en el aire como sosteniendo allí el eco del significado bajo la sonoridad de lo que decía.
Noté, de súbito, bajo el escritorio del seminarista y, al principio, solo con la periferia de mi mirada, una gota de sangre espesa y fresca. Capturó mis pupilas de inmediato, y pese a desfilar cien hipótesis veloces entre mi mirada y la gota, supuse que no podía tratarse de otra sustancia. Sus bordes eran irregulares y dibujaba a su alrededor la frontera de contacto con el suelo.
Le presté mis ojos por un tiempo y los dejé bañarse a su voluntad en la espesura roja de la imagen. Era claro su reciente abandono de algún organismo; mantenía aún intacto su carmín oscuro, por lo que pensé que se trataría de sangre venosa. Su brillo solo perdía fuerza hacia los bordes y en las salpicaduras más pequeñas que la orbitaban detenidas. Se estaban secando.
Miré, luego, a las demás personas, y quizás no habían pasado ni dos segundos de todo esto. Necesitaba comprobar que ellos también la hubiesen visto. Intercambiar gestos de duda y complicidad, en fin, calmar la angustia o destapar el caos. Pero todos seguían, hipnotizados, los labios del profesor que presentaba un rosado pálido y viscoso, produciendo que las palabras que salieran de ahí se adhirieran torpes a las paredes y resbalaran mucosas hacia el suelo. Volví a la gota. Estaba seguro de que en cualquier momento caería una segunda (o quién sabe cuántas hubiesen caído ya y qué número en el orden le correspondería a la siguiente), directamente arriba de la anterior y, ahí sí, alguien más tendría que notarlo.
La charla continuaba con fragmentos de El acomodador; los lugares, el espacio, la experiencia y la metáfora que no pasa del gesto de abrir sus alas para luego afirmar sus pies en el concreto. Mis ojos se enrojecían por otra sangre, bostezaba y, de vez en cuando, volvía a la mancha bajo el escritorio que aún mantenía su frescura en el centro y, ahora, parecía haber ensanchado su perímetro. No saber de dónde provenía me alteraba y producía una electricidad en mi nuca. Los ojos se me encendían de curiosidad, los ojos, que eran enteramente de aquella mancha que podía ver muy nítida, de pronto, enorme.
Me di vuelta y pude ver que la muchacha de al lado jugaba con los vellos de mi brazo y los olía profundamente, haciendo que los mismos se estiraran largos. Vi mi rostro, que parecía estúpido, afirmando continuamente, como un autómata barato, mientras los ojos descansaban en los labios lentos del profesor. Me preocupé de que alguien me viera allí, arrodillado junto a la sangre, pero cuando noté mi falta de sombra mi cuerpo respiró profundo la calma que yo sentía en otro sitio.
Escudriñaba la parte de abajo del escritorio, buscaba encontrar la herida que supuse grieta en la madera, la veta sangrante. Los vistazos debían ser rápidos y de continua ida y retirada. Mi yo atento no podía permanecer mucho tiempo con el mismo gesto y sin pestañear, pues corría riesgos de levantar sospechas, o peor, detenerme tanto bajo el escritorio que finalmente podría materializar mi sombra en el piso, junto a la sangre. Creerían que fui yo quien intentaba asesinar el escritorio.
La joven era hermosa. Su lengua se movía por mi oreja con movimientos similares a las lombrices vivas en los anzuelos. No quería volver, la indiferencia supuesta de mi cuerpo la llevaba a esmerarse más, a buscar zonas bajo la ropa, bajo la piel, o quizás simplemente buscaba mi caja de cigarrillos.
Fui y vine dos veces hacia la mancha. La luz no alcanzaba a alumbrar lo suficiente y el profesor cada tanto me miraba con ojos extrañados, como sosteniendo una pregunta pesada entre sus párpados, pero no estaba seguro de si me miraba a mí o a través de mí. Yo debía incorporarme, por las dudas, para asentir con la cabeza pero en su mirada no estaba mi reflejo. Quizás apenas un vacío cercano al de sus relojes. De cualquier modo, él hablaba cada vez más despacio y, en las pausas, ahora largas, se fatigaba y robaba con trabajo las partículas de oxígeno. El escritorio, por el contrario, se mantenía erguido. Se me antojaba como un herido de guerra, con el orgullo terrible de pretender morir de pie, como si eso evitara la subsiguiente caída. Volví a intercambiar miradas cuestionadoras con el profesor, mientras, en otro sitio, pasaba la mano por la madera, justo encima de la sangre, buscando el lugar exacto que manchara mis dedos, pero no conseguía más que alguna astilla etérea, que desaparecía al volver a mi asiento y encontrarme conmigo. La joven, sentada en mi falda, de espaldas, llevaba mis manos tontas a su vientre y las apretaba con una fuerza que parecía de dos.
En el piso, la gota continuaba ensanchándose y llegué a suponer, torpe, que la sangre manaba del suelo, pues siempre me perdía los momentos de la caída y el impacto, el encuentro de la sangre con la sangre.
Los demás fruncían el ceño y se miraban entre ellos con curiosidad, pero no miraban al suelo. Volví a meterme, ahora de lleno bajo el escritorio, decidido a encontrar aquella veta malherida, el nudo desprendido, la colonia de termitas vampiresas. Creí sentir, en la distancia, que la joven se desmayaba, pero comenzó a gemir al instante. Yo perdía las esperanzas. Estaba por rendirme cuando me distrajo un crujido de madera y un ruido de cráneo contra el suelo. El escritorio se desplomaba junto al profesor, y regaba por el suelo todos los libros y los cristales rotos que aquellos relojes dispersaron como arena por el suelo.
Por Javier Montiel.