Puñetazo. Dolía desde el centro de la cabeza hasta la piel desgarrada, sentí cada capa de hueso, de carne, de sangre, linfa y sudor chillando en el cerebro, golpeándome las sienes, haciendo que las ideas apretadas se dieran la vuelta por dentro. Admito que algunas, las ideas más delicadas, decidieron huir cuando vi una gota roja cayéndome de la nariz o del labio, sin prisas, partiendo el aire que se había quedado mudo. La vi aplastándose contra el suelo sucio de puntas de lápices, polvo de tiza, ahora ya, sucio de sangre.
Me desmayé.
Se había formado un corro a nuestro alrededor. Él se quedó muy quieto en pie, todavía con las piernas algo abiertas y la espalda inclinada hacia delante, agresivo, como una bestia vencedora que espera instintivamente, astucia animal, un milagro que haga que su contrincante reviva.
Yo desperté en seguida pero no reviví. Desde el suelo, con las piernas enredadas entre las patas de los pupitres y la cabeza fundiéndose con el mármol duro, salí de la inconsciencia sin abrir los ojos, y fui notando, mientras el aire mudo se llenaba de gritos, cómo las lágrimas me iban inundando bajo los párpados aparentemente inertes.
Aquella oscuridad húmeda no trajo miedo, ni dolor, ni vergüenza, pero sí cupieron algunos recuerdos sobre mis pupilas. El silencio se esfumó con el pánico de mi posible muerte, pero se coló en mis oídos y no oí más que su voz diciendo mi nombre. Robándome la atención desde la silla de al lado. Y los recuerdos.
Mi nombre, a mí lo que mejor se me da es plástica. Se alegra de que mi fuerte sean las matemáticas. Vamos a llevarnos bien, hombre.
Mi nombre, mira lo que he conseguido, saca de debajo de la libreta el cromo de Messi y alza las cejas. Te lo cambio por tres.
Mi nombre, eh, ¿la tres cuánto te da?, susurra enseñándome los dientes, porque cuando se pone nervioso se le agranda la sonrisa. Joder, no me entero, vocaliza, mamón.
Mi nombre, ¿te vienes a mi casa a jugar a la Play?
Mi nombre, que mi madre dice que puedes quedarte a dormir.
Mi nombre, dame conversación, por Dios, pone los ojos en blanco y señala a la profesora, voy a quedarme dormido, asegura. Y le hablo de Star Wars y me llama friki pero me escucha y el lunes me pide las películas. Y ve la saga entera en tres días y hablamos toda la mañana del jueves del halcón milenario y hace un dibujo de la nave que le pido y me regala y pincho en el corcho de mi cuarto y cuando viene a mi casa a cambiar estampitas siempre lo mira orgulloso y yo me doy cuenta y me dice que me va a dibujar a Anakin vestido del Barça y nos reímos y…
Mi nombre, me han dicho que eres maricón. ¿Es verdad?
Los demás, que tan lejos habían estado siempre, se aproximan. Pienso en hienas, aproximándose a carne ya muerta, hurgando en las vísceras de las gacelas. Pienso en buitres sobrevolando bueyes enfermos. Todavía vivos, como yo, vivo todavía, y los demás me sobrevuelan y él tiene los ojos oscuros, el flequillo colgándole en la frente y ha dicho mi nombre con una voz nueva que me ha hecho pensar en colmillos furiosos.
Ni vergüenza, ni dolor, ni miedo. Las lágrimas que irremediablemente se desbordan empapándome las pestañas cerradas solo llevan tristeza inútil, honda, blanca.
Por Clara Jiménez.