En su familia todos eran coleccionadores y por eso, al nacer ella, la última de tres hermanos, apenas pudo caber en la casa. Su padre, el mayor coleccionador de todos, se dedicaba a llenar la casa de esculturas de todo tipo: desde bustos griegos del siglo V, hasta móviles más contemporáneos de artistas como Alexander Calder. Por supuesto, no se trataba de versiones originales, sino de meras copias, pues entre tanta colección y su simple trabajo de cartero, era imposible que el dinero alcanzase para todo. Hacía poco había llegado a casa con una hermosa fuente de piedra maciza que había encontrado en el jardín de una casa abandonada de las afueras de la ciudad. A ninguno le cabía duda de que le había costado más dinero y trabajo conseguir a alguien que le llevase la fuente a casa sin delatar el robo, que lo que la pieza hubiese costado en sí. Pero al menos debían reconocer que se trataba de una estatua bonita. No siempre era así. Anna nunca olvidaría el día en que, con tan solo cinco años, vio aparecer a su padre en la casa con un enorme tótem de madera pintado en horribles tonos verdosos. La pintura hacía ya años que se había descascarillado, dejando entrever la madera que, a causa de la lluvia, estaba llena de musgo, completamente astillada. Pero lo peor no era el estado del tótem, en realidad, lo peor era el hedor que la madera desprendía. Anna no podría olvidar nunca aquel día en el que en su joven mente se imaginó que quizás la estatua había llegado para reemplazarla, pues, ¿dónde podría su padre poner la escultura sino era en su propia cama? Mirara por donde mirase, en la pequeña casa donde vivían no había espacio para nada más. Pero, por supuesto, aquel no era el plan de su padre, que, como si de un Tetris se tratara, consiguió reordenar toda la casa para dar espacio a su última adquisición. Con el paso del tiempo, la fetidez de la madera podrida tendría también su propio espacio, sumado al del polvo de la casa, un olor tan naturalizado que cualquiera diría que también alguien lo había ordenado junto con los objetos del hogar.
Su madre, que siempre fue más recatada, se contentaba con llenar álbumes de postales y de viejas fotografías que encontraba en los más recónditos lugares, desde tiendas de antigüedades hasta subastas del género. Como no era fácil encontrar ejemplares, su colección tampoco ocupaba un gran espacio en la casa. Aunque, por supuesto, a su madre también le correspondía la gran colección de utensilios de cocina que inundaban las estanterías de la habitación. Poco importaba que, al final, a la hora de la verdad nunca pudiese encontrar la herramienta más adecuada y tuviese que contentarse con otra menos específica. Esto solo contribuiría a que al día siguiente llegase a casa con un nuevo ejemplar del útil perdido.
Su hermana Silvia era siete años mayor y se dedicaba a coleccionar un poco de todo: desde muñecas mutiladas hasta piezas de puzles desparejadas. A Silvia le gustaban particularmente las hamacas, de las que tenía el jardín invadido. Afortunadamente, la familia contaba con un gran jardín (mucho más grande que la casa en sí), lleno de árboles frutales. Esteban, cinco años mayor que Anna, coleccionaba libros, películas y cedés, lo que, para ser sinceros, ocupaba la mayor parte de la casa. Además, desde muy pequeño le gustaron los instrumentos exóticos, así que también contaba con una extensa colección: dos guitarras eléctricas, un bajo acústico y otro eléctrico, un ukelele, una flauta travesera, un arpa…
El día en que la madre de Anna se dio cuenta de que estaba embarazada de nuevo, decidió convocar a la familia al completo para tomar una decisión al respecto. El aborto no era una opción, pero aparentemente el deshacerse de una sola de las colecciones –o el simple hecho de «frenar» alguna– tampoco estaba considerado como una opción viable. La familia decidió, por ello, prohibir a Anna la entrada de nuevos objetos a la casa. Le darían la posibilidad de existir, pero no le permitirían coleccionar nada.
A lo largo de los años, Anna pasó una infancia excepcionalmente feliz. Era una niña curiosa y la casa parecía un lugar perfecto para aprender y explorar sin necesidad de salir del calor de la lumbre en los fríos días del invierno canadiense. Como nunca se le permitió tener nada, Anna nunca pudo añorar el sentimiento de posesión y durante sus años de juventud comprendió las enormes ventajas que aquel forzado desapego le traían. Sin embargo, Anna nunca pudo evitar el contagiarse del espíritu coleccionador de su familia y, sin darse cuenta, ella también se dedicó a coleccionar, solo que ella coleccionaba en su mente. Anna coleccionaba lugares y, por ello, al cumplir la veintena, se dio cuenta de que su ciudad no podía seguir satisfaciéndola, debía partir, viajar de norte a sur, de este a oeste, sin parar en ningún momento hasta haber conocido todos aquellos lugares de los que los libros y las películas de su hermano hablaban. Por supuesto, nunca se le pasó por la mente que lo que estaba haciendo no era sino coleccionar lugares a través de sus ojos y de su excepcional memoria. A la hora de partir, el haber sido educada en el más absoluto desapego de la no posesión también fue de gran ayuda. Tan solo su madre fue consciente de lo que estaba ocurriendo, y sin ánimo de inmiscuirse en lo que no le correspondía, decidió no intervenir. En el fondo, un gran orgullo la recorría, el de saber que contra todo pronóstico su hija había conseguido encontrar su propia colección.
Los años fueron pasando y Anna se dedicó a engrandecer su colección con cientos de lugares. La colección de Anna –o lo que ella consideraba como curiosidad infinita– no tenía límites. No solo le bastaba con visitar diferentes países: para sentirse satisfecha, Anna debía explorar las ciudades y los parques nacionales principales, pasando por los pequeños pueblitos cuyos nombres llamaran su atención en los mapas. Dentro de las ciudades, debía recorrerse todos los barrios –incluso aquellos menos recomendados– para hacerse su propia idea de lo que representaban. En los parques nacionales, Anna visitaba todos los lugares de interés señalados en los mapas, grababa en su memoria todos los paisajes vistos desde todos los miradores encontrados. En un pequeño cuaderno iba escribiendo los nombres de todos los lugares que conocía. Pero solo los nombres, por aquello de no acumular posesiones.
Aunque, a decir verdad, Anna no se consideraba una mujer extremista y es por ello que un día llegaría a convertirse en la fundadora de una de las mayores casas editoriales de guías turísticas del globo. Todo comenzó el día en el que en un pueblito perdido de la selva amazónica, Anna conoció a un hombre que, como ella, también se dedicaba a viajar por el mundo, pero este en compañía de una cámara de fotos de última generación y de un pequeño ordenador donde relatar sus historias. Aquel hombre sería el primer amor de su vida y, aunque ambos eran demasiado independientes como para que la historia durase mucho tiempo, el hombre enseñaría a Anna las ventajas de las nuevas tecnologías. El idilio terminó, pero Anna no hizo más que crecer y, dejando a un lado las creencias aprendidas y arraigadas en sí de su familia -¿acaso no forma eso parte de lo que siempre hacemos al enamorarnos por primera vez?-, se compró una cámara fotográfica y su primer ordenador, dos herramientas claves para convertirse en la gran escritora de renombre mundial que un día llegaría a ser.
A veces, cuando echaba la vista atrás y observaba a sus padres y hermanos, tan obsesionados con la realidad material, recordaba el día en que su padre llegó con la estatua del tótem a casa y ella se sintió asustada de perder su lugar en la familia. Anna se sentía libre como un pájaro. Quién le hubiese podido decir que lo suyo no era sino una libertad inventada, la de sentirse feliz tan solo coleccionando nuevas experiencias, nuevos lugares e imágenes. Y lo cierto es que, aunque se lo hubiesen dicho, nada habría cambiado pues Anna había encontrado su propia manera de ser feliz.
Por Carmen Arjona.