Tumbada en la cama, los brazos hacia arriba, las manos flojas en ese punto medio inevitable entre el abrirse o cerrarse, los dedos que no agarran sino puñados de aire, respira la brisa cálida del verano.
Fuera, los niños corriendo, saltando, persiguiéndose, resbalando, cayendo al suelo, peleándose a pellizcos de bruja, a insultos fantásticos, al modo limpio e inocente que irremediablemente ha perdido quien no sabría qué responder si sus compañeros de trabajo lo llamaran «rata de cloaca» u «ornitorrinco de las tinieblas».
Al calor de los cuarenta grados de un principio de julio más, los transeúntes Esperan (bajo la disputada sombra del único árbol del cruce) a que el semáforo se ponga en verde. Esperan los vendedores de sandías, las dependientas del supermercado, el peluquero de la esquina, los hombres del traje gris, el amigo al que todos critican, las abuelas con su risa explosiva –finas y risueñas, pajaritos-aguja que se limpian el sudor con el pañuelo del bolsillo-, los nietos montados en bicicleta, aguardando el sonido del arrastrarse continuo del aceite de las cadenas. Todos Esperan. Con las manos en los costados y los ojos guiñados como pistoleros del Oeste. Con las bocas entreabiertas y resoplantes. Con la mirada fija en el hombrecito rojo que no quiere cambiar de color –«abuela, ¿cuándo cruzamos?»-, ese hombrecito que se divierte viendo sudar a los enchaquetados; que se carcajea, inmóvil, de las sandías que se escurren y escapan del minúsculo Reino en Sombra, emigrantes de un país superpoblado.
A través del deslizarse de los visillos, recostada sobre el colchón, la Niña observa y sonríe, cómplice del señor colorado. Ella también Espera. Con el ventilador en la cara, brmmmm, el aire en su boca suena como un robot, y Espera. Mirando ahora las nubes cambiantes, esa nada blanda que lentamente transforma perros en dragones, y despedazándolas con los ojos como algodón de azúcar, delicioso dulce que la va llenando de volutas de aire blanco –y ya la Niña no es niña, sino niña-paloma-, Espera. En el no-tener-nada-que-hacer-excepto-esperar del largo cálido verano, Espera. A que la llamen para bajar, que ya es hora. A que le digan si tiene que llevarse o no los patines. A… (A veces, los niños son casi tan impacientes como los adultos).
Desde aquí puede ver a la señora del bloque de enfrente leyendo –siempre sola- en el balcón; a la familia del tercero inmersa en su pelea diaria, al perro del sexto que desde este febrero experimenta intensas tendencias suicidas. Oye (o escucha, o ambas cosas) al del violín nostálgico que los domingos por la tarde los hace sentirse a todos ridículos o culpables o inundados por una Tristeza Azul –quizás alguien recuerda la tarde en que fue infiel, por primera vez; tal vez otra piensa qué lejos quedaron ya sus veinte años y qué habrá sido de aquel pretendiente al que dijo «no»; o incluso puede que alguno sienta el agrio dolor de los borrachos al saber que solo papeles lo unen ya a la tímida jovencita que amó. Pero la Niña no sabe de esto. No comprende cómo unas manos finas, unas pocas cuerdas frotadas y una caverna de madera pueden conducir a ese Azul que en el crepúsculo invade los hogares y se instala en las cabeceras de las camas, a esa unidad compartida de la Pena primera. Ni cómo un domingo a las nueve de la noche se puede dedicar la gente a pensar en otra cosa que no sea el colegio. «Y ya verás, ahora que estamos de vacaciones…»
Tras la ventana, las bicicletas siguen pasando. A su lado, las abuelas –la curva de la columna, el peso de algo llamado «gravedad» que la Niña desconoce, el pliegue del cuerpo sobre sí mismo buscando abrazar los talones, los andares lentos, cortos, cuidadosos, tan de caracol sin concha, las manos húmedas, arrugadas como las de los recién nacidos, venosas y tensas ante una amenaza antigua que aún no se cumple, los miles de surcos que rodean, coronan, camuflan, esconden la juventud de unos ojos niños, la sonrisa vieja tantas veces reutilizada en labios que siempre dicen: «¿Tú me quieres?», que siempre dicen: «Eres mi lucerito», que siempre dicen: «Dame un beso», que siempre callan: «¿Me vas a echar de menos?»
La Niña se ha dado cuenta (la tarde es muy larga) de que tanto los hombros huesudos de aquella abuela como la panza rellenita de su nieto (que está en esa curiosa edad entre la infancia y el afinamiento de la adolescencia masculina, tránsito que normalmente pasará a ser más tarde recordado con vergüenza o ternura, cuando el niño en cuestión se haya estirado como un lápiz y entonces le toque ruborizarse por los cambios en su voz o porque aquella muchacha tiene unas pecas tan lindas), de que absolutamente todo tiene Sombra propia. Como el nombre, inseparable de uno mismo hasta el final –aunque ese unomismo ya no recuerde cómo se llama, como le pasa a su abuelo, qué cosas tiene la vida o la enfermedad o la vejez, dejar de ser, pero seguir siendo tan unomismo-.
Todo, ya sea hombre, mujer, perro, lagartija tendida al sol, abeja floja y zumbona, hormiga que a lo mejor esta tarde quedará achicharrada por el poder de una lupa en las manos inclementes de algún amigo, o incluso piedra o farola o el dedo gordo del pie de su primo pequeño (que de vez en cuando hasta se mueve, tic-tic, arriba y abajo, sonrosado y ya sin las arrugas de los recién nacidos-ancianos); todo tiene Sombra. Y la Niña las estudia. Normalmente dichas Sombras aparecen bastante más oscuras de lo que uno es. Se diferencian del gris común, de lo sombrío a secas, por su empeño en pegarse a los pies de la gente, y por ese no saberse dueño o mascota que provocan en todo el mundo, que pone nerviosos a los adultos y los hace tratar de concentrarse en el partido de fútbol o en la factura de la luz para olvidar la inevitable duda. La Niña también sabe que hay muchos tipos de Sombra. Están las inocentes, las fieles, las que imitan sincrónicas cada gesto del amo, devotas y dedicadas a una vida de conforme obediencia. Pero en la calle también se ven las otras Sombras, las Sombras sospechosas, aquellas translúcidas que se apropian de los colores de su dueño hasta casi hacerse visibles, reales, humanas, que aprovechan el instante en que ambos pies no tocan el suelo para separarse a tirones y tenderles la zancadilla traidora, la que los hará caer de nuevo pegados a ese oscuro infiel sin nombre. De estas Sombras hay muchas en todas partes: en las tiendas, en los hospitales, en los aeropuertos; estas son las peores, Sombras viajeras y escapistas, desertoras que en el suelo pulido se retuercen sobre sí mismas, se doblan hasta las rodillas como plumas o juncos o flanes. Uno puede oírlas gritar con el equipaje en la mano si presta la suficiente atención. Sin embargo, y a pesar de sus continuas frustraciones, nunca lloran (o la Niña aún no las ha visto).
Al otro lado de la ventana, desde lejos, imagina que el amigo al que todos los trajes grises critican debe de tener una Sombra igualita a la del violinista melancólico; una cariñosa y callada, que le sonría a la muchacha de la panadería, que ayude a los pobres que ampara la Iglesia y a la Iglesia que critican los no tan pobres, y que a lo mejor hasta alguna vez mire hacia arriba y salude a la Niña moviendo –solo un poquito, para que su dueño no se dé cuenta- la mano derecha y le diga: «Hola, ¿qué tal? »
Pero ya empieza el violín a tocar, ya oscurece y hoy no la llamaron, «bueno-qué-más-da, no pasa nada, bajaré mañana», y sin embargo por un momento terrible la Niña comparte la Tristeza Azul, antes absurda para ella, de la que –siempre sola- suelta el libro suspirando en el bloque de enfrente, o del matrimonio del tercero que vuelve a gritarse palabras terribles, insultos de los que –y esto es lo que los hará luego encerrarse en el baño y enjuagarse una lágrima que, para su disgusto, nunca será de ira ni furia ni rabia sino de hastío y pena- no se arrepentirá. Solo por un instante comprende al perro del sexto que no ve la hora de tirarse de una vez del balcón, a la dependienta del supermercado a quien seguro no le dijeron hoy más de tres veces «buenos días» o «gracias», al peluquero de la esquina que ya no debería estar trabajando, que ve el sol ponerse siempre tras el cristal que refleja al cliente en toda su fealdad (increíbles los espejos de las peluquerías, de dónde los sacarán, maldad pura), que toca, corta, peina, seca pelo, pelo, pelo un día y otro y otro, y las manos siempre le huelen a tabaco, y se le murió ayer su perrita -llevaba un año arrastrando un cáncer-, qué lástima de hombre. Para colmo de males, terminemos de hundir el Titanic, la Niña piensa en el día en que por fin cierre el negocio, ese negocio de tijeras y fotos de mujeres bonitas que siempre ha estado ahí, que será alguna vez su Cinema Paradiso -con olor a champú de coco- derrumbado, el adiós a las viejas charlonas y al recuerdo mentiroso de un cigarro en el pelo, y cómo quema cuando a una le secan la cabeza, de verdad parece que le apagaran en el cráneo el extremo de la colilla, qué dolor; a propósito, quién peinará a los peluqueros…; el mío tiene una verruga, por cierto, se dice la Niña, sabiendo que lo peor de todo es que ni siquiera aprecia mucho la verruga ni los espejos ni al peluquero mismo -no hay mayúsculas-, y que cuando llegue la hora no tendrá problema en encontrar otros espejos y otros peluqueros también en minúscula que a lo mejor no tendrán verrugas, qué más da, no es un requisito indispensable, pero qué lástima de hombre, no le cogió demasiado cariño y era buena persona. Simplemente, a una le gusta que sus lugares y sus raíces y sus manías y su peluquero –terrible fumador- sigan ahí, a qué negarlo, aunque cuando todo se haya ido y ya no haya más abuelas-pajarito ni abuelos sin nombre, pero tan unomismo -Sombra amable y querida que se levanta la mascota al saludar-, ni niños en bicicleta ni tardes inmensas de verano en que la Libertad, que es una mujer muy gorda a la que le encanta abrazar a sus hijos, se confunda solo a veces con el aburrimiento, y cuando la Niña ya no sea niña ni se dedique a mirar por la ventana y pensar en las Sombras malas o en el cierre de la peluquería del barrio o en cómo le gustaría que su abuelo le hablara o en por qué no la han llamado (todo muy propio de música de violín, ahora lo entiende), entonces ya no quedará este Azul tan tremendo de domingo por la tarde, sino una cosita linda que llamará tímida a su puerta tartamudeando que es Melancolía, la vecina que no sale mucho de casa, y que viene a traerle el zumo de limón que, sabe, de vez en cuando se necesita.
Por Irene Reyes Noguerol.