“Hay algo suavemente mágico en la transformación retrospectiva de la torre blanca en un caballo negro y de la torre negra en un caballo blanco, conservando sin embargo, la simetría” .
Nabokov
Aquella noche de verano romance no fue distinta a las demás y al llegar a mi buzón, con el rabo intacto entre las piernas, recogí el correo. Carta del banco, carta del gas, carta de la luz, publicidad de un chino, publicidad de un arreglagrifos, publicidad de un centro de estética, publicidad, publicidad, publicidad y… carta de mi padre.
Mi padre por fin se había decidido a mover ficha. Concretamente, el cobarde se enrocaba. Es irónico, pero esa era su jugada favorita. También fuera del tablero.
Cualquier jugador de ajedrez sabe que un enroque puede ser como el silencio de una suegra, una estrategia ambigua y peligrosa, una maniobra aparentemente de defensa que, a la vez, puede contener, a corto plazo, un ataque por sorpresa. Llevábamos con la partida de ajedrez dos años. Una partida por correo convencional. Papel y tinta.
No es que tuviéramos muchas cosas en común, pero para ambos era algo importante. Puesto que no teníamos niño alguno apadrinado en la India ni éramos socios de ninguna ONG pro-animales en extinción, pensábamos que, protegiendo la tradición epistolar y huyendo del píxel, contribuíamos también a mejorar el mundo. Así que me dispuse a reproducir su jugada en mi tablero de casa y empecé a pensar en mi próximo movimiento.
Como no podía dormir, decidí salir a la calle a vagabundear. Me puse los pantalones del pijama, las zapatillas y una camiseta rota con la cara de James Dean (sumergiéndose en el mar negro de su jersey) que encontré en el fondo del cajón. Lo cierto es que olía que corrompía. Quizás a perro mojado. No conseguí recordar cuándo me la había puesto por última vez. Me dio igual. A esas horas de la madrugada, el gusto por la moda de gatos, yonkis, borrachos y prostitutas, no es precisamente exquisito.
Ya en el ascensor, me miré en el espejo y pensé que en efecto, mi look nada tenía que envidiar al de un náufrago fashion victim. Mejor. Así pensarían que era peligroso.
Estuve vagando sin rumbo fijo varias manzanas. Sin velas que cazar, disfruté de la travesía. De repente, recordé la belleza de la nicotina humeante bajo una farola. Tenía tabaco pero no mechero. Puto misterio.
Seguí caminando calle abajo y torcí por un callejón a mano derecha. Ya estaba bastante lejos de mis dominios, pero me pareció ver un portal que desprendía una luz dura de tungsteno. El neón bautizaba aquel tugurio con el nombre de Talismán & Chips 2. Qué clase de nombre es ese para lo-que-sea. Y lo más inquietante. Si había un 2 tenía que haber un 1.
El objetivo no se planteaba fácil de conseguir. Si tenía suerte, iría directamente hacia la máquina expendedora, compraría un mechero sin mediar palabra con nadie y volvería a salir sano y salvo. Si no, debería interactuar con algún espécimen, rogarle que no me matara y finalmente pedirle fuego sin salir lastimado. Una quimera, vamos.
Con todo, estaba decidido a conseguir mi fuego. Al rebasar el umbral de la puerta, todas las miradas me apuñalaron, pero yo contraataqué apretando mi mandíbula, gesto que sospeché se podía entrever a través de mi barba y que, pensé, interpretarían como una señal de ATENCIÓN, perro loco agresivo anda suelto. No fue así.
Cuando solo me faltaban dos metros para llegar a la máquina, una mulata en cuyo dorso me pareció leer abre-fácil, salió al paso interrumpiendo mi trayectoria. Llevaba una peluca rubia y un lunar tatuado cerca de la boca. A bordo de unos tacones rojos era ligeramente más alta que yo. Sus labios, a juego, escupieron algo:
-¡Ay, papi, dónde va ese cuerpo tan rápido!
-Voy por fuego.
-Ay, guapo, entonces estás de suerte, me buscas a mí… todo candela. – Y sin avisar me rodeó con sus brazos y me espetó un beso en la boca. Almendra podrida.
Aquella situación se me empezaba a ir de las manos. Examiné la escena rápidamente con un barrido ocular. El camarero, a tenor de las manos de carnicero que lucía, era una amenaza con o sin arma bajo el mostrador. El viejo con el ojo de cristal sentado en la barra, podía ser, en un momento dado, más asequible, pero sus brazos -puro nervio-tatuados con compás, despejaban la incógnita. Por último, la propia Marilyn Monroe de ébano, una pantera cuya masa muscular me destrozaría en un simple pulso. En resumen, siempre es preferible optar por el diálogo. Diálogo que a mí me parecía sacado de una peli porno o algún western barato.
-Yo… no busco problemas. Solo quería comprar un mechero.
-Pues aquí no tenemos fuego- dijo el camarero desafiante sin que se le moviese apenas el cigarrillo encendido de los labios.
-Qué pasa, ¿no te gusto?- retomó ella.
-No, no es eso.
-¿Y así? – Se quitó la peluca descubriendo una larga melena azul oscuro casi negro que se posó sobre los hombros y parte del escote.
Sus encantos eran incontestables, me imaginé sus curvas perfectamente culpables de la ruptura de más de un matrimonio, pero debía marcharme. Todo puede cambiar en un segundo.
-No gracias, de verdad. – Y me giré en un movimiento perfecto dejando las puntas de mis pies ya orientadas de nuevo hacia la salida.
-Espera.- De repente gritó.- Yo te conozco. ¿No nos vimos ya en alguna parte? ¡Ah sí! Con el hombre viejo en silla de ruedas. – Al oír aquello salí corriendo tan rápido como mis pulmones me permitieron. Corrí y corrí hasta llegar a mi ático de provincias.
Dos horas más tarde, llegó mi sombra de neón. Ambos estuvimos diseccionando lo sucedido.
Por Carlos Torrero.
No me he enterado de nada… ¿quién es la sombra de neón? ¿de qué te conoce la mulata? ¿y qué tiene que ver el ajedrez y el padre?
Me gustaría ayudarle pero no debo.Póngale un poco de imaginación.Lo que usted concluya me parecerá bien.O no.Pero ese riesgo siempre existe.Gracias y un saludo.