Nunca sabíamos por qué los elegían.
Un año, quizás por la fuerza; otro, por una virtud inmaculada; el resto, tal vez por la posición de ciertos lunares en que los dioses habían grabado su designio. Ya en el vientre materno. Con los ojos cerrados y apretando los puños como todas las crías humanas. Pero con tres diminutas marcas –una, dos, tres- que habrían de diferenciarlos de los demás. De nosotros. De los mortales.
Tras el examen, los recién nacidos, ellos, eran sumergidos en baños de leche y flores, perfumados con los mejores aromas del imperio, engalanados con las telas más ricas, confeccionadas solo para sus delicadas pieles. Luego, las mujeres de la corte les frotaban los piececitos arrugados, contando los minúsculos dedos, esperando encontrar alguna imperfección, nerviosas en ese uno-dos-tres-cuatro-cinco que decidiría el futuro del niño, asustadas o compasivas o hasta celosas de los privilegios que no les serían concedidos a los frutos de su propio vientre.
Desde muy pequeños, los afortunados paseaban inconscientes las cadenas de oro que los distinguían del resto. Sonreían bondadosos a los hijos de los campesinos, a las miradas de miedo y envidia de quienes aún no saben, a los berrinches infantiles de tantas manitas que pedían llorando ser como ellos. Y no comprendían.
A los siete años, los elegidos eran coronados de orquídeas en la cima de la pirámide, desde donde los dioses habrían de señalarlos del primer aliento hasta el último. Solo para los privilegiados, la ciudad entera vestía sus mejores galas, ofrecía sus productos sin exigir nada a cambio; desangraba carneros, despellejaba conejos y asaba pletórica los cerdos más preciados de toda la piara. Solo para los privilegiados se organizaban festivales de música y danza, torneos y combates a espada y arco, juegos populares donde los niños participaban en éxtasis. Solo para ellos. Y para los dioses. Para que, llegada la hora, colmaran el imperio de buenas cosechas y de lluvia.
Ya en la adolescencia, ellos miraban con nostalgia a sus compañeros. Los designados no sabían manejar el hacha, no habían jugado nunca con armas de madera, no se les había permitido usar siquiera un escudo. También ellas veían, melancólicas, cómo su deseo de aprender a tocar música, a jugar en la plaza grande, a bordar, igual que las otras, se había ido alejando, diluyendo como agua entre los dedos.
Era la suya una vida de observación y espera ingenua. De contemplación y quietud. Y de paños de oro deslizándose por los suelos de palacio, tan silenciosos como las pisadas de sus esclavos.
Ninguno de los dos sexos podía tomar amante, esposo o familia. Ninguno de los dos podía perder la pureza de los dioses. Ninguno de los dos sentiría jamás en el pecho otro aleteo que el del medallón sagrado golpeteando los huesos bajo la piel. La divinidad exigía a sus ídolos inmaculados de vuelta. Pequeños seres perfectos amados por todos. Tan tiernos, tan duros. Los dioses los deseaban. Y los tendrían.
Por fin, a los veinte años, los señalados recorrían las calles a la vista de todos. El imperio se arrodillaba a su paso, besando la tierra que pisaban sus ídolos, adorando su fuerza, su virtud o esos tres lunares –uno, dos, tres- con que los dioses habían querido distinguirlos. Hermosos y distintos.
En el silencio majestuoso, la mente del pueblo murmuraba. Reclinadas ante ese arrastre dorado y quedo de las ropas de gala, las madres de los otros reclamaban su venganza. Entre sus rezos hipócritas, también los otros, antiguos niños desechados por los dioses, pedían sangre. La justicia del destino.
En la subida inocente a la pirámide, los ídolos sonreían, satisfechos de hacer, al fin, algo por sí mismos; felices en su perfección divina, ignorando el reflejo del sol de mediodía sobre el puñal que los esperaba allá, en la cima.
Por Irene Reyes Noguerol.
Da gusto leer los productos de una pluma tan desenvuelta y a tan corta edad. Celebro tu relato y tu frescura!
Muchísimas gracias.
Excelente relato, estoy deseando leer los próximos.
Muchísimas gracias.