Si alguien me preguntase, no vacilaría en afirmar que Jesucristo es, ha sido y será el mayo ídolo de todos los tiempos. Un hombre de cabello largo, encrespado y algo grasiento, de estatura media tirando a alta, delgado pero fuerte al mismo tiempo, moreno, dinámico y vivaz. Pero, ¿quién –o mejor dicho qué– es Jesús sino la representación misma de la religión cristiana? ¿Y qué es la religión cristiana en esencia sino la forma de ahuyentar ese miedo tan humano que supone la muerte? El ser humano siempre ha temido la muerte y es por ello que hace miles de años creó un dogma que nos protegiese de ese «después», de ese hueco vacío que queda al perder la vida como hasta ese momento la hemos conocido, de esa incertidumbre que nos envuelve al pensar en lo que pueda ocurrir cuando abandonamos esta realidad. Y para concretar aún más esa doctrina en una realidad que todos pudiésemos comprender y con la que todos nos pudiésemos identificar, fue que creamos la figura de Jesús, un hombre como nosotros que unía nuestra realidad con aquella de la religión. Y fue así que creamos al Gran Ídolo.
Y sin embargo, ¿por qué nos da tanto miedo la muerte? El otro día leí a propósito de los bebés que se encuentran en el interior de la placenta de la madre, justo antes de nacer. Quizás ellos en lugar de temer la muerte temen el nacer, ese después donde ya no estarán protegidos por una madre amorosa que los alimenta y cuida en su interior. Quizá ellos también tengan sus teorías a propósito del más allá. Nunca podrían imaginar la maravilla que supone el venir al mundo, el ganar autonomía, el crecer y poder evolucionar. Pues al fin y al cabo el paso del embrión al bebé supone una evolución que en cierto modo podría ser comparada con aquella ocurrida hace miles de años y probada por Darwin. Y aquí viene lo interesante, yo estoy segura de que al morir alcanzamos un estadío superior de la evolución humana del mismo modo que una vez lo hicimos al nacer. He aquí mi teoría: es al morir que nos desprendemos finalmente del cuerpo y pasamos a formar parte del todo, un todo que nos envuelve y en el que nosotros nos envolvemos, y que nos da amor. Es entonces que nos conectamos con la fuente superior del universo, el ente más sabio jamás conocido, y de este modo experimentamos la unicidad, el todo, la energía. Dejamos de existir en esta frecuencia que conocemos como seres humanos y pasamos a existir en lo que podríamos denominar como otra frecuencia de onda. Vivimos en amor y armonía.
Pero también me gustaría hablar aquí a propósito del cielo y del infierno, tan presentes en la religión cristiana. Yo creo que el cielo y el infierno no son sino una metáfora de aquello que nos ocurre al morir y es por ello que definitivamente creo que suponen una gran verdad. Muchas veces hemos escuchado que al morir, toda nuestra vida desfila ante nuestros ojos. Pues bien, yo creo que al formar parte de esa realidad superior, de ese todo que supone la fuente de energía del universo, también alcanzamos un conocimiento superior por el que podemos comprender todas las interconexiones existentes, las cadenas de acontecimientos provocadas por simples actos, comprendemos todas las realidades posibles que se pueden experimentar dependiendo de las decisiones tomadas. Y, es por ello, que no podemos obviar, olvidar o desprendernos de aquellas acciones que cometimos, también de aquellas que realizamos en contra de nuestra propia moral. Pues esos actos ya forman parte de ese todo que nosotros somos y del que no podemos escapar. Y es entonces que podemos vivir en paz y armonía o en la más absoluta desolación.
Y lo que es más, mucho de lo previamente expuesto se puede incluso comprobar en esta vida de, al menos, dos maneras. Al fin y al cabo, ¿qué es un viaje astral sino la forma de alcanzar esa realidad superior? No importa cómo alcancemos este estado, ya sea a través de la meditación, del canto, de la toma de medicinas como la ayahuasca o el peyote… Al final todo es lo mismo, una forma de conectarnos con esa otra frecuencia, una forma de pasar de nuestra vibración de onda actual a esa otra que alcanzaremos al morir. Lo mismo ocurre al tener una muerte clínica. Son muchos los enfermos que han dejado de vivir durante segundos o minutos para más tarde ser reanimados, que hablan de esta experiencia de conexión, de amor y de armonía absoluta.
Si pensamos en estos términos, ¿por qué temer la muerte? ¿Para qué sustentar un ídolo como Jesús? Creo que todos deberíamos reflexionar en estos términos de vez en cuando porque, incluso si formamos parte de ese pequeño grupo de afortunados que han experimentado esta realidad de alguna forma, es fácil olvidar que todo va a ir bien. Que nada muere, pues todo se transforma.
Por Carmen Arjona.
No me queda claro, ¿entonces vuelvo a ir a misa, o crees que es mejor seguir de cervezas los domingos?