El líquido blanco y espeso hizo que la copa cambiase de color. Antes solo había vidrio transparente y ahora el alcohol se asomaba a sus paredes, asemejando el envase a una cordillera nevada y minúscula. Esa imagen le parecía algo bello de un modo insólito.
«Ahora el alcohol me parece bello».
No creer en dios, pero sí en el alcohol. Un buen giro de guion en este soporífero telefilme en el que se había convertido su vida. Su lugar de rezo habitual, el sótano convertido en hogar y asidero emocional hasta que sus padres muriesen, se había transformado, hacía varios dias, en otro lugar de peregrinaje. Cruces por vasos, sudarios por botellas de ginebra, altares paganos en los que el niño Jesús es un vaso de chupito, el reclinatorio, un taburete de bar, la hostia, un cuenco de frutos secos y Dios, una botella de J&B. Eso sí, el collar permanecía aún a la vista.
«Nunca me desharé de él».
Conoció a Eli con veinticuatro años. Ella tenía veintiuno. Él le regaló un collar. Hicieron el amor el mismo día en que se conocieron.
Hicieron el amor al día siguiente de conocerse. Siguieron haciendo el amor hasta que Eli decidió que quería todo el amor que hicieran para ella. Él seguía rezando en el sótano, a veces, mientras ella le gritaba, de espaldas. Los gritos y los rezos fueron uno. Los gritos y los rezos se peleaban por el protagonismo y conformaban una especie de escena irreverente como extraída de un sketch televisivo. Ganó el sótano y la cruz que lo presidía, ganó el amor abstracto frente al sudor de la piel con la piel.
Y un día Eli desapareció.
Y solo quedó su collar. Un collar que apareció en la puerta de la casa de sus padres, mientras él estaba en el maldito sótano, rezando. Un collar con una cruz. Una cruz en el que se podía leer «Eli» con una tipografía torpe y hecha con desgana. Una cruz que aún brillaba. Recuerda cuando descolgó el collar del pomo de la puerta y lo colocó sobre el crucifijo que presidía el sótano en un movimiento continuo y lento, sin arrastrar los pies. Una cruz enorme sobre otra cruz pequeña. El meta-crucifijo. La abnegación del alma sosteniendo el pecado de la carne. La carne triunfa. El alcohol observa.
«Al final, mi vida consiste en adorar».
Por Antonio Bret.