Siete de noviembre. La noche da paso al día aunque hoy la luz del este que trae la mañana no acaba de llegar.
Al centro del reino, a su capital, la claridad se presenta sin fuerza, como sin querer, filtrada por nubes altas y densas que dan al amanecer un color de leche sucia.
Llovió durante la madrugada y por las fachadas de las casas antiguas y los palacios de la villa, la humedad chorrea hecha jirones y en su caída arrastra trozos de revoco y hollín que, cuando llegan al suelo, se mezclan con las inmundicias y los orines. La mezcla, fangosa, es esparcida por los que pasan y deja poco a poco a las calles revestidas de una pátina grasienta y resbaladiza que, en las más estrechas y umbrosas, jamás se seca.
—¿Dónde estoy? ¿Qué calles son estas? ¿Dónde están mis capitanes? ¡Velarde, Alfonsín, Idáñez, acudid! ¡A mí¡ ¡Asistidme! ¿No veis cómo me llevan estos mal nacidos? No os quedéis ahí, pasmados, mirando. ¡Socorredme! ¿No sabéis quién soy? Ah, gente canalla, que bien me queríais y ahora me abandonáis. Sí, tú, tú, ¿qué miras, eh? ¡Viles y canallas todos, hijos de satanás, basura inmunda! ¿No veis que me van a colgar? ¿No hacéis nada? Yo, que os traje la libertad, sí, el bien más preciado y ahora ¿vais a dejar que me ahorquen? Falsos, rastreros, mezquinos, necios… Cuando me maten a mí, irán por vosotros. No vais a quedar ni uno. Ni uno vais a quedar…
La gloria vana que llegó un día, la que dio letra y música a un himno, se fue. Ahora toca purgar los pecados. Los más fuertes han ganado y el perdedor se apresta a pagar las deudas. El pago será con la vida.
—¡Bájalo de ahí! ¿Pero qué haces? A caballo, no. Este va a rastras, como que me llamo… Venga, tú, abajo. Ahí, en el serón. ¡Que te acuestes en el serón, desgraciado! ¡Mira que te ensarto aquí mismo y nos ahorramos la briega…! Así está mejor, ahí, quietecito y callado, eh, que así estás más guapo. Venga, poned la mula por delante. Los demás detrás ¡A formar! ¡A mi orden! ¡En marcha!
De la Cárcel de la Corte, salió el cortejo. Delante, una mula aparejada arrastrando un serón y sobre el serón, dando cabezadas, el condenado, herido en una pierna, con fiebre, después de días sin probar bocado, medio muerto. Lo iban a ahorcar.
En la plaza todo estaba dispuesto. Avisada, la gente en la calle para ver. Un viento del norte traía el frío de las primeras nieves de la sierra. Hubo quien madrugó ese día, hubo quien no durmió en toda la noche para verlo y hubo quien, en el Palacio, a esa hora, aún roncaba guarecido por el calor de buenas mantas de lana.
¿Cuántas mañanas caben en treinta y nueve años? ¿Cuántos pasos se andan en ese tiempo? Tiempo para todo y para nada. Giros en una rueda, ahora arriba, ahora abajo. ¿Qué fuerza imaginó que tenía cuando dio el primer paso, casi cuatro años antes? ¿Qué ideas en realidad lo guiaron? ¿Fue su causa solo la aventura? El valor, ¡qué palabra para un soldado! El valor, la patria, el momento. Es ahora, uno de enero. La patria ha de ser liberada.
—Yo estoy aquí para hacerlo. Un país de envidiosos es un país de aduladores.
Morir, ese, ese es el más viejo oficio de la humanidad. Es ese y no otro. Morir para no perder la costumbre, él que tanto ha matado.
—¿Tanto, seguro? ¿Cuántos muertos desde que salí de Tuña llevo? Los he contado, van cuarenta. No, cincuenta. Ochocientos puede que sean, o quizás ninguno.
No hay muertos para el héroe. Son sacrificios por la causa. Justas pérdidas. El héroe mató porque tenía que matar. Y ahora el héroe muere. Muere subido a hombros de su verdugo que salta y lo deja colgando, con los pies al aire. El patíbulo es bien sencillo, una viga de madera suspendida de un travesaño y en el extremo de la viga una soga. No está el país para grandes ingenios. Si de morir se trata, con eso basta. Si de matar al caudillo, eso es suficiente.
¿Quiénes son los que lo miran? Todos. Nadie se lo pierde pese a que tarda en morir y se hace desagradable. Lo miran, ojos inyectados en odio. Ojos de frailes, ojos de próceres, de obedientes soldados que miran como un general, el primer general, el que un día mandó sobre todos, hoy muere colgado. Morir para entrar en la oscuridad.
Antes, fue la luz y vivir para ver. Ver las imponentes montañas, todas distintas. Tan distintas las del norte a las del sur que parece mentira que sean todas de aquí. Cruzar los valles, vadear los ríos. Mirar a los hombres que lo siguen a uno, confiados en la palabra del que los anima.
—¡Por aquí! ¡Seguidme! No tengáis miedo. ¡La libertad nos guía!
Otros hombres se han quedado por el camino, se han dado la vuelta, han desertado en una patria que de repente se hace enorme, demasiado grande. Recorrerla toda, rincón a rincón, sierra a sierra, llano a llano se hace cansado. Y llegar hasta este lugar de ningún sitio, este lugar insignificante, al norte del sur, cerca del paso conocido, la angosta puerta que da entrada a la meseta, con el nombre tan bien elegido. No podía haber nombre más ibérico: despeñadero de perros. Estar casi a punto de llegar hasta este lugar, pero no llegar.
Saber que lo vas a perder todo. Saberlo de antemano, porque el destino, como una sombra, ya persigue al héroe. Él lo sabe, lo sabía. El tiempo se acababa. Estaba muy al sur. El centro quedaba lejos. Los tambores tocaron arrebato.
—Aquí, hoy, lo daremos todo. Es la última batalla. Quedamos cuatro.
—¡No! –le dijeron– .Mi general, hay que huir. Salir con vida de aquí.
Y la rueda gira de nuevo y escapa, escapan hacia el norte.
—Demos un rodeo.
Seguir confiando, otra vez, una vez más, tantas veces ya. ¿Será esta la última? No, al hombre sin gloria aún le queda algo. Puede que todavía, piensa. Y llama a la puerta de una casa entre olivos y a los que abren les dice:
—Mirad cómo vengo. Vienen a por mí los franceses. Protegedme. Soy yo.
Pero quienes le acogen tienen otras prioridades. Un buen caballo que se pueden quedar y que hará historia, de la «Casta de los Riegos». Dinero que les prometen. Quedar bien con los nuevos amos. Trata de engañar.
—No soy yo. Os equivocáis.
Pero ya no hay fuerzas ni para mentir. Se lo llevan. Sea.
Es un buen botín, el más grande y pesa. Por donde pasan, dejan rastro. Aunque tardan en llegar, llegan a la gran villa y corte. Ya está el gato en la talega, en la cárcel. Visitas y juicio.
—Mi general, pida perdón. Salve la vida.
¿La salvará? Es lo único que le queda. Pedir perdón no cuesta nada. Le hacen firmar y firma, pero el Gran Felón, que está cazando ciervos y de fiesta por la Casa de Campo, no quiere dejar cabos sueltos.
—Esto ha de quedar limpio. Él pagará por todos los que se me escapen– jura.
Última orden de arriba: la cabeza, que se la corten. Y la cabeza, separada del cuerpo, para abajo, que la mandan de viaje. Un viaje hacia atrás en el tiempo, hasta donde empezó todo. Pero el país es grande. Los caminos están muy mal. La gente es torpe, negligente y vaga. Los que la llevan no tienen honor ni lo han conocido. Parten y ya andan con remilgos, con excusas: que para qué hacemos esto; que si qué mal huele; que deberíamos dar la vuelta; que yo conocía a una en Talavera; que a mí me esperan en La Seo. Y la cabeza que se pierde y nadie sabe.
Hasta que me lo cuentan a mí, en donde antes había lobos, mientras arden las brasas, ciento ochenta años después. Que había una mujer que vivía por aquí. Que se encontró con el último que quedaba de los cinco que salieron, el que era extranjero, que era rubio, del norte, norte, y tenía los ojos claros. Por eso dicen que todavía sale algún rubio por aquí de tanto en tanto. Y ella también estaba perdida, sola y recién parida, sin enterrar al padre muerto que seguía sobre un camastro después de tres días porque ella no podía con él, ni cavar el agujero. Ella, que además tenía un niño, que era también su hermano, porque se lo había hecho su padre. En estas tierras no hay mujeres y que no paraba de decirle: ¡Ele, ele…, duerme, duerme, mi niño! Y el niño a punto también de morir cuando llegó él, perdido, sin saber ni dónde estaba, ni a dónde iba y con aquello todavía metido en la canasta, que la llevaba sin saber qué hacer y que se la estaban comiendo los gusanos por haberle cagado la moscarda, la moscarda de noviembre, la más tragona.
Por Ricardo Muñoz Carrión.