Desde que entré olía a rancio. A listones viejos, humedad y sudor, pero también a sangre. A carnicería que lleva cerrada varios siglos.
—Ustedes, europeos, tienen un problema. Lo llaman muerte.
La oscuridad era espesa. Por las persianas echadas apenas si entraban unos endebles rayos de luz, que hacían brillar levemente el polvo suspendido en el aire. Me recordó a las luciérnagas de mis veranos en los Alpes, pero los Alpes quedaban a siete mil kilómetros.
—Ustedes tienen miedo a morir, y que les muera alguien. Vuestra esposa, votre padres et hijos. Aquí no le tenemos ese problema.
Detrás del mostrador había carne, colgada de garfios que a su vez pendían del techo. Carne roja y hedionda de algún ser que no era capaz de reconocer. En verdad, prefería no pensarlo.
—Cuando muere alguien en África, la gente no llora. Llora la esposa, porque tiene que hacerlo, lloran las tías. Alguien más, puede ser. El resto familia no llora. Bailan.
¡Zas! Un machete cortó el aire y se clavó en la madera, seccionando entre medios algo que parecía un trozo de pierna. De cordero, o de cabra, tal vez de cerdo. No, eso no es posible, en este país no se come cerdo. Quién sabe, a lo mejor era humana.
—Ustedes, europeos, no entienden nuestra danza. Tampoco entienden de música. No encuentran sentido a los tambores, tocopom, tocopom, tocotocopopopom -hizo un gesto con las manos, como percutiendo-. Lo que ustedes no entienden, ambos son artes refinados que hunden sus raíces en la tierra ancestral. Más que nuestra cultura, nuestra tradición somos nosotros mismos. Nuestra piel. Nuestro corazón.
Un lacayo cogió los trozos de carne y los envolvió en sendos trapos, igual de sucios y hediondos que la mesa en la que se habían cortado. El tipo se secó las manos con un paño y lo dejó allí mismo, manchado de sangre. Me hizo un gesto con dos dedos. Tenía las uñas ennegrecidas y rotas.
—Por aquí.
Comenzó a caminar hacia una puerta cubierta por un toldo, viejo y andrajoso. Otro de los lacayos, un jovenzuelo fornido, lo levantó, dándonos paso. Detrás se descubrió un pasillo largo y estrecho que parecía estar excavado en la montaña. Húmedo, duro y rocoso. El tipo no dejaba de hablar, aunque yo había dejado de escucharlo hacía un rato. Alzó la voz y volví a prestarle atención.
—Nuestra poesía, nuestra historia, nuestros cuentos, nuestra cultura está en los mitos. Aquí no había lengua escrita. No hacía falta. Las cosas pasan de boca en boca, de hombre a hombre, de mujer a mujer. Ustedes no entienden, pero son nuestros antepasados que aún nos hablan. Los… ¿cómo se decía? Les explorateurs.
—Exploradores -dije.
—Eso. Los explorateurs nos veían como seres inmundos y désagréables. Sucios, atrasados e ignorantes. Seguro que usted piensa lo mismo.
Se giró hacia mí. Por primera vez lo vi con claridad. Era más bajo que yo, pero más atlético. Su musculatura debió haber sido prodigiosa en otro tiempo. Tenía unos brazos y unos hombros corpulentos a pesar de la edad. Las arrugas en la cara lo delataban. No así los ojos, pequeños, brillantes y llenos de vida. Y negros. Como su piel.
—Lo piensa, ¿verdad? Africanos sucios e impuros. Con sus rituales mágicos de… ¿cómo lo llaman?
—Vudú -respondí.
—Vudú -repitió-. No nos gusta. Aquí llamamos de otra forma. Aunque, ¿qué importa? La magia es la ciencia. Qu’est-ce qu’un nom?
Mi miró fijamente, abrió la boca y me sonrió. Le faltaba la mitad de los dientes y, de esos, una buena parte eran de un metal grisáceo. Aun así, daba la impresión de que, si quisiera, me podría arrancar el cuello de un mordisco.
—Por aquí -dijo, mientras se daba la vuelta-. Ya hemos llegado.
Giramos una esquina. Otro lacayo abrió otra cortina que nos dio paso a una habitación cuadrangular y cerrada. Sin ventanas. Una lámpara enorme ardía suspendida en el centro iluminando la estancia. A su alrededor, estanterías hasta el techo llenas de figuras de barro. Me quedé boquiabierto. Habría cientos, quizá miles. Pequeñas estatuillas que refulgían de forma intermitente a la luz de las llamas. Bocas enormes, dientes afilados, ojos fuera de sus órbitas, genitales desproporcionados. Seres humanos y animales. De todos los tipos. Algunos los reconocí enseguida, leones, hienas, pájaros, elefantes. Otros parecían invenciones, bestias inmundas de colmillos y garras exagerados, bichos extraídos de las leyendas que se cuentan por las noches. Quién sabe, a lo mejor los sacaban de sus ritos repletos de drogas. O de otros mundos. Debían ser esculturas realmente valiosas. Pensé en cuánto llegaría a conseguirse en una buena subasta en Christie’s.
—Le gustan, ¿verdad? -abrió un brazo, como mostrándomelas-. Son mis dioses. Ellos me dan la fuerza. Ustedes, occidentales, no entienden. Nosotros no hacemos. Hacen ellos. Los hombres somos actores, muñecos de trapo que danzan según música que apetece a los dioses. ¿Le parece extraño?
Aquel sitio me inquietaba. El calor, el ambiente, la falta de luz y esas pieles tan, tan negras. Llámenme racista. Tenía ganas de volverme a Zürich y sentarme en un lugar ordenado y limpio y tomarme un refresco. Es lo único que deseaba en ese instante.
—¿No le parece ironique? -preguntó, mostrándome otra vez sus dientes en una mueca sonriente-. Nos llaman brujos por hacer magia, y después, como ustedes ya no creen en milagros, vienen aquí para que los hagamos nosotros. ¿Pues no fueron sus antepasados quienes dijeron que nuestra magia es falsa? ¡Un fraude, nos decían! ¿No fue ese dios crucifié suyo el que se llevó treinta años haciendo milagros? Sus missionnaires nos traen a su dios para que lo veneremos. Luego pierden la fe, y piden a nosotros, negros ignorantes, que seamos quienes recemos por ustedes.
Se sentó en una silla. Yo hice lo propio en la que tenía enfrente suya. No me tuvo que hacer ningún gesto, ni invitarme a sentarme. Si algo había aprendido es que en ese país la educación no era parte de su, digamos, cultura, como la llamaba ese tipejo.
—Pero nos dejamos de charla. ¿Cuál es el problema? -preguntó.
—Verá… -comencé a decirle. Se lo expliqué. Estuve casi media hora explicándoselo. En tipo me miró todo ese tiempo a los ojos, sin quitarme la vista. Casi sin pestañear. Hacía un gesto de vez en cuando, agachaba la cabeza, abría las manos, las cerraba, asentía. Sin embargo, tuve la impresión de que no me escuchó una sola palabra. Como si no le importara. Cuando acabé mi explicación, se quedó en silencio. Dijo algo a su lacayo en un idioma que no comprendí y este nos sirvió dos vasos de un líquido amarillento y con grumos.
—Usted necesita otra guerre. ¿Es eso? Que nos matemos los unos a los otros. Imagino que en esa valija traerá dinero. Cash. Efectivo.
Cogí el maletín, lo subí a la mesa y lo abrí. Sonó un «clack». Se lo giré para que lo viera. Su rostro arrugado permaneció impasible, aunque noté que los labios se le abrieron, ligeramente.
—Imagino que esto es el… ¿cómo dicen en su lengua? Avancer?
—Anticipo.
—Eso mismo. Bueno. Puede valer, para empezar -dijo, mientras recogía el maletín y lo cerraba. En ningún momento le ofrecí que lo hiciera-. Veremos qué pueden hacer estos -prosiguió, abriendo las manos, como si señalara, de nuevo, la colección que llenaba las estanterías hasta arriba.
—¿Cuándo…? -intenté preguntar. Me interrumpió con un dedo.
—¡Ah! Eso se verá -.Agarró el vaso que tenía delante y señaló al mío, para que lo cogiera-. Ese es otro de sus problemas. Las prisas.
Brindamos. Bebimos. El licor era fortísimo y sabía a perros. Por algún motivo, al segundo buche me gustó más, y al tercero lo terminé de un golpe. Me quemó la garganta y el estómago, y me dejó un sabor agrio en la boca que, sin embargo, resultaba agradable. Por un momento me sentí africano. Se me cruzó por la mente que podría quedarme en ese país. Incluso a vivir. Fueron dos segundos. Al siguiente solo pensé en la vuelta, el avión, la comida suiza y un aseo limpio en el que afeitarme y lavarme. Y en mi casita en los Alpes donde esquiar en invierno y pasear en verano entre hierba verde y perfume de flores.
—Por cierto, ¿cuál es su empresa? La que quiere esa guerre.
Se la nombré. No la conocía. Tampoco le dio importancia.
Por Ignacio Moreno Flores.