-¿Por qué se lo has dicho?
-No lo sé, joder, simplemente me ha visto la cara, me ha preguntado por ti y se lo he soltado. ¿Qué quieres que te diga?
-Nada… ya da lo mismo.
-No exageres. Él ya te conoce. Lo superará.
Menudo contratiempo. Ricardo es mi amigo de toda la vida, ese con quien te cruzaste en un momento de tu adolescencia y ya el destino, por más que lo intenta, no logra separaros. Es de estos amigos que hacen que la muerte se vuelva algo esperanzador. Todo lo que yo preparo, lo acaba haciendo al revés. Aun así, Ricardo forma parte de todo lo que yo conozco, se mueve con libertad por todos los rincones que me son familiares, entre ellos, mi familia misma, la cual lo adora, especialmente mi padre. Los dos comparten su afición por el ajedrez, no porque sean buenos, sino porque a los dos les encanta dárselas de grandes estrategas y de que son conocedores de los secretos del mundo, esos que a la gente corriente se les pasa por alto y que tan solo unos pocos, los elegidos, son capaces de percibir. Se admiran profundamente el uno al otro, y quizás por eso yo no puedo dejar de ser amiga de Ricardo por mucho que me saque de quicio, porque admito que verlos juntos es un placer.
Mi padre es un ser opuesto a mí en todo lo que dos personas pueden ser contrarias. Cuidado, que no hablo de simples diferencias, hablo de visiones encontradas, opuestas. Tanto él como yo lo tenemos asumido, así que podemos querernos tranquilamente, sin dramatizar demasiado. Pero esta vez era diferente. Mi padre cumplía sesenta y cinco años al día siguiente y le habíamos preparado la fiesta que siempre quiso. Un evento donde se reunieran familiares y amigos, donde se pudiera beber y comer en abundancia y donde el motivo principal no fuera ya su cumpleaños, sino el haber dedicado casi toda su vida a lo mismo que su predecesor: salvar vidas como bombero. Por desgracia, yo nunca me he sentido atraída por esa labor, ni por esa inquietud tan loable. Yo soy más de trabajos remunerados, cómodos y que te permitan ascender sin descanso. Poca preparación física, poca memoria y mucha picaresca eran los dones que el dios que fuere me había otorgado y yo me sentía orgullosa de ello. Me encantaba ser yo y aspirar a ser la idea que yo tenía de mí misma con éxito. Yo llegaría a ser alguien como Liliane Bettencourt, dueña de algo cuyo nombre estuviera por todas partes, la típica fábrica de dinero que le permite a uno dominar el mundo a escondidas con unos cuantos más. Pero soy hija única, y mi madre y yo sabíamos que para mi padre la mayor satisfacción hubiera sido que yo quisiera ser como él. Así que me estuve preparando durante una semana un discurso que diera a entender que yo era una hija que idolatraba a su padre, dejándome en él todas mis fuerzas e inventiva. Y una vez terminado y yo mentalizada, allí estaba mi amigo Ricardo para, en una de sus interminables conversaciones con papá, decirle que era una pena que yo no quisiera seguir sus pasos de algún modo y que ni siquiera sentía interés alguno por conocer sus vivencias. Como verán, Ricardo es toda una fuente de sensibilidad.
Mi madre y yo abortamos misión con la idea del discurso, pues ya no tenía sentido. La velada transcurriría normalmente, y ojalá que algunos de sus compañeros dijeran unas palabras de aliento a este hombre que estaba ilusionado como un niño por celebrar su trayectoria, más que profesional, vital.
Como les digo, Ricardo es lo más parecido a un grano en el culo para mí después de tantos años, como un matrimonio que se ha odiado hasta el punto de no entender la vida sin esa molestia constante que supone la existencia del otro. Y, verdaderamente, hoy sigo dando gracias por esa molestia. Ese día, celebrando el cumpleaños de mi padre, se alzó una voz joven a mi lado. Cuando vi que Ricardo iba a hablar, quise vomitar, pues no podía soportar que no pudiera quedarse en un segundo plano al menos ese día:
-Confieso que hoy no estoy aquí para celebrar el cumpleaños de este hombre, sino el mío propio. Este hombre salvó mi vida hace varios años en un incendio en el que una caída me dejó en esta silla de ruedas. Desde entonces, mi vida cambió, pero no a peor, y creo que es porque él y su familia han estado ahí. Si pudiera, créanme que me hubiera encantado ser como él. Felicidades, amigo…
Ese día, confieso que fui yo la que no se separó de Ricardo, a ver si se me pegaba algo de su éxito. Ni siquiera mi admirada Liliane Bettencourt me había transmitido nunca tanta seguridad como las palabras de mi amigo. Mi padre no era mi ídolo, pero era un referente para muchos otros, y eso no me molestaba. Al revés, liberarme de nimiedades como estas me ha permitido encomendarme por entero a mi vocación: dominar el mundo.
Por Mawi Justo.
Mawi, has contado una historia bastante más profunda de lo que pueda parecer, y yo me la he bebido como una cerveza fresquita a la una y media, después de un partido de futbito.